¿Alimentación saludable?

¿Alimentación saludable?
¿Qué es comer bien? Por mucho tiempo, para mí fue sentarme en un restaurante con luces tenues y platos con nombres que no sabía pronunciar, o la idea de un picnic en el campo con una cesta de la que se asomaban vinos y frutas. Son imágenes cargadas de un intimismo romántico, en las que comer bien se reduce a comer rico y alegre. La pregunta, que nos atraviesa a todos los seres vivos que tenemos la necesidad de alimentarnos, me llevó a dejar la ciudad hace 13 años, con ganas de viajar y entender muchas cosas, hasta terminar instalado en un pequeño pueblo del norte de la Argentina.
Al poco tiempo emprendí un viaje emocional para dar sentido a mis lazos, en el que entendí que indagar en este tema iba a ser difícil porque iba a tener que cuestionarme todo. Empecé a cocinarme todos los días, pero eso no me convirtió en un experto en alimentación como tampoco saber diferenciar un granate de un rubí nos transforma en ambientalistas.
Con cada respuesta que conseguí aparecieron otras 10 preguntas que me dejaron agotado y rendido en el suelo. ¿Cuál es el origen de lo que como? ¿Por qué algunos campesinos no pueden pagar por la comida que producen? ¿De dónde sacan sus semillas? ¿De quién depende que sea saludable la comida? ¿Cómo puedo acceder a la información sobre los alimentos? ¿Dónde termina lo que no como? ¿Cómo puedo saber si lo que me cuentan es real? Atrás de ellas, cientos de conceptos, grandes investigaciones y cosmovisiones: permacultura, agroecología, comercio justo, sistemas orgánicos, buen vivir, biointensivos, ancestrales, biodinámicos, lunares.
¿Cuál es el origen de lo que como? ¿Por qué algunos campesinos no pueden pagar por la comida que producen? ¿De dónde sacan sus semillas?
Mi mirada egoísta me hacía hacer las preguntas incorrectas, algo que fue evidente cuando estaba viajando por los Andes: ahí me di cuenta de que me tenía que abrir a la observación. Pasé un rato largo en una esquina preguntando a los que pasaban dónde paraba el colectivo que quería tomarme. La respuesta unánime era: “No sé”. Ante la frustración, tuve que adaptarme, y pregunté: “Disculpe, quisiera llegar a mi destino de una manera cómoda y segura, ¿podría ayudarme?”. Para mi sorpresa, algo se destrabó. De repente tenía opciones: “¡Claro, allá va a un taxi compartido!”, “Desde aquí puede ir caminando”, y “Por allí sale una flota”. Mi pregunta inicial había sido desde una mirada parcial, creyendo entender cómo funcionaban las cosas en su totalidad. En la segunda abrí los "ojos de búsqueda", experimentando el mundo como un lugar de abundancia y variedad, donde cada elemento, desde la flora hasta la fauna y los hongos, está interconectado y es interdependiente.
Si miramos bien, entendemos que no hay una sola salida de ese pueblo, así como no hay una comida que sea mejor o peor en términos absolutos. No se trata de una competencia. La vida es una unión simbiótica y cooperativa. La bióloga Lynn Margulis lo explica en pocas palabras: “El pacto es la simbiosis, al final nadie gana ni pierde sino que hay una recombinación. Se construye algo nuevo”.
Los hongos, las bacterias y las levaduras se vinculan entre sí y propagan la vida. Respetan sus ciclos y se nutren de su entorno, en una sinergia perfecta. Mientras, muchos modelos de producción se basan en eliminar organismos que pueden afectar el rendimiento de su producto estrella y en anabolizar a aquellos que hacen que rinda mejor, rompiendo el equilibrio ecológico. Se estima que esta forma actual de producir alimentos y transformar la tierra ha degradado casi el 75% de la tierra en el mundo, y aproximadamente el 35% del suelo agrícola del planeta fue categorizado como severamente degradado por un estudio del International Soil Reference and Information Centre. Es decir que ya perdió la materia orgánica del suelo, su biodiversidad, aumentando sus niveles de acidificación, salinización y anegamiento. En pocas palabras: la vida que lo habita. Si el suelo no tiene vida, no es fértil. A menos que no tomemos conciencia del problema, la inseguridad alimentaria seguirá aumentando en todo el mundo.
Hoy se logra producir una cantidad de comida nunca antes vista en la historia de la humanidad, lo suficiente como para alimentar hasta a 10.000 millones de personas, cuando somos solo 7500 millones. Entonces, ¿para qué tanta comida? Según un estudio de Our World in Data de la Universidad de Oxford, para alimentar animales: el 50% de la tierra se usa para la agricultura y, de esa porción, un 77% se dedica a sembrar y cosechar granos para alimentar vacas, cerdos, gallinas y más.1 Animales que luego son consumidos, mayormente, por los países con mayor PBI per capita. Si los alimentos disponibles se distribuyeran de acuerdo a las necesidades, bastarían para brindarles 2720 kilocalorías diarias a cada persona del mundo. Pero la realidad es que eso no ocurre y 17 países tienen graves problemas de suministro de alimentos.
Además, se estima que alrededor de un tercio de lo producido en todo el globo se desperdicia, mientras un 8,9% de la población mundial pasa hambre. De los niños en esta situación, el 80% vive en países donde se produce un excedente de alimentos que se vende a otros países. A nivel global, el desperdicio de alimentos se distribuye igualmente entre las fases anteriores (54%) y posteriores (46%) de la cadena de suministros, o sea cuando se embalan para ser vendidos y cuando el consumidor final los desecha en su casa respectivamente2. Entonces vuelven las preguntas: ¿cuál es el problema?, ¿la distribución de la comida, su forma de producción o cómo la consumimos?
Comer es un acto político
Durante los últimos años, han surgido diversos grupos que plantean la necesidad de encontrar alternativas a que la comida sea solo una mercancía, productos que se producen y venden con fines económicos. Una concepción que hoy deja a 690 millones de personas con un acceso escaso al alimento, un número que aumenta de a 10 millones cada año, según el Informe sobre el Estado de la Seguridad Alimentaria y Nutrición en el Mundo en 2020 publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Ante este panorama, está a la vista que comer también es un acto político. ¿Cómo se ve eso en el día a día? En decisiones como comprar menos carne por su huella hídrica (se consumen 6000 litros de agua para producir un kilo de carne de cerdo), en comer verduras de proximidad para reducir la huella de carbono (que se producen en nuestra provincia en vez de aquellas que deben cruzar la cordillera) o consumir productos según lo que nos marcan las estaciones (manzanas en otoño, mandarina en invierno, por ejemplo). Son elecciones importantes, que nos afectan a corto y a largo plazo, todavía más. Según el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, en las próximas dos décadas la temperatura de la Tierra subirá 1,5 grados si no cambiamos nuestra manera de consumir. Esto hará que el nivel de los océanos aumente generando inundaciones en las ciudades costeras, incendios forestales y catástrofes de todo tipo.
Ser conscientes de que el comer es un acto político nos puede ayudar a direccionar a la sociedad para beneficiar un modelo de producción responsable con el ambiente, empático con las comunidades y consciente del consumo, por sobre uno extractivista que fomenta el consumo compulsivo y tiene a la rentabilidad como única meta. “La trazabilidad de los alimentos que ingerimos, su origen, su calidad, la manera en que se producen, se tratan y se cocinan son cada vez más opacos. Y esta preocupante opacidad destruye la conexión simbólica tan valiosa que se puede tener con la comida”, dice el reconocido chef Alain Ducasse en su libro Comer es un acto político. La palabra clave que usa es la conexión: muchos partimos desde un lugar muy alejado del suelo donde crece todo eso que nos nutre y nos integra.
Ya hace décadas que, para la mayor parte de las personas, adquirir alimento se reduce a una premisa: poder o no poder comprarlo.
Ya hace décadas que, para la mayor parte de las personas, adquirir alimento se reduce a una premisa: poder o no poder comprarlo. En la sociedad de consumo en la que vivimos, se compran ideas, se compran modelos de vida más o menos “saludables”, se compran certificaciones y etiquetas, se compran accesos VIP a huertas “orgánicas” certificadas por organismos internacionales. Se sigue lo que está de moda y pocas veces se lo cuestiona, mientras los productores que nos dieron de comer y domesticaron semillas por miles de años son olvidados porque el valor que encarnan no tiene precio en el mercado actual. Ya que las variables de formación de precio cada día se alejan más de lo que deberían ser los verdaderos parámetros de producción. ¿Hoy vale más un alimento que ayuda a que el suelo fije el carbono, ayudando al medio ambiente? ¿Hoy vale más un alimento que partió de semillas ancestrales? ¿Hoy vale más un alimento que alimente? La respuesta a todas esas preguntas es negativa.
La respuesta está en el suelo
El problema de fondo es entender el proceso, entender que lo que comemos no es otra cosa que el resultado del trabajo en colectivo de millones de microorganismos y variables que harán posible que nos alimentemos. Las preguntas y respuestas están en la Pachamama. Nosotros y los alimentos existimos gracias a la biodiversidad. Todos tenemos una función, ni mejor ni peor que la del otro o la otra. Podemos entender las relaciones simbióticas por las cuales generamos comunidad, para ahí sí poder decir, con confianza, que estamos en proceso hacia una alimentación saludable. Las experiencias en la naturaleza me encaminaron hacia el autodescubrimiento, lo que me llevó a la reconciliación con mis lazos y encontrar mi verdadero amor.
La tierra nos brinda todo lo necesario para nuestra subsistencia y nosotros estamos totalmente vinculados de forma energética y cíclica con ella, hay un respeto mutuo. Si ese respeto no está en nuestra cotidianidad, será difícil replicarlo en el suelo: la cuestión de fondo es comprender las relaciones que habitan en ese mundo que parece tan pequeño, pero que tiene una población microbiana de por lo menos 100 millones de microorganismos por gramo de tierra, que colaboran y permiten que lo saludable prospere.
Un consumidor saludable es aquel que reconoce la comunidad de la que es parte, la respeta y tiene la capacidad de hacer su aporte.
Un consumidor saludable es aquel que reconoce la comunidad de la que es parte, la respeta y tiene la capacidad de hacer su aporte. Conocer las relaciones que hicieron posible el alimento suele ser un buen camino. Entender que se necesita suelo, semillas, agua, agricultores, logística, comercializadores, elaboradores y consumidores saludables. Todos son importantes. Un alimento no puede ser considerado sano sin comprender la diversidad microbiana que lo habita. Es el fruto de un equilibrio justo en el que se respetan sus tiempos y el rol de cada uno. Nosotros no estamos fuera de ese equilibro. No se trata de ellos, los procesos que hacen posible un alimento, por un lado y nosotros, por el otro: somos parte. Las personas somos sistemas abiertos en una relación simbiótica con el ambiente. Para que eso se respete, es necesario un ecosistema que funcione con conciencia y consecuencia, y trabajar para mantener la diversidad. Esa diversidad se acaba cuando perdemos la capacidad de asombro que nos da estar frente a una nueva verdad.
Sigo sin saber qué es comer bien, en términos absolutos, pero lo que sí sé es que lo saludable se siembra gracias a la participación en un entramado de relaciones respetuosas. Esto se relaciona con ser cada día nuestra mejor versión, sin intención de competir ni parecerse a nadie. Respetando las mejores versiones de las otras personas, y desde esa diversidad construir colectivamente. Ser conscientes de nuestras acciones, registrando sus consecuencias, para así llegar a una sociedad en la que alimentarse sea saludable por definición. 🐟
- Bai, Z. G.; Dent, D. L.; Olsson, L.; Schaepman, M. E. . Global assessment of land degradation and improvement: 1. identification by remote sensing (no. 5). Isric-World Soil Information. 2008.
- FAO, PDF
- Fukuoka, Masanobu; Metreaud, Frederic P. The Natural Way of Farming: The Theory and Practice of Green Philosophy. ISBN 8494904485.
- Introduction to Permaculture. 1991, revisado 1997. ISBN 978-0-908228-08-9
- Freeman, W. H. Symbiosis in Cell Evolution: Microbial Communities in the Archean and Proterozoic Eons. 1992.
- Jeavons, John; Cox, Carol. El Huerto Sustentable, cómo obtener suelos saludables, productos sanos y abundantes. 2007. PDF vía QR
- Ducasse, Alain; Regouby, Christian. Comer es un acto político. Editorial Txalaparta. ISBN 978-84-17065-39-3.
- The Botany of Desire: A Plant's-Eye View of the World [La Botánica del Deseo: una visión del mundo desde el ojo de la planta], Donostia: Grupo Ixo, 2011 [2001], p. 320. ISBN 978-8493531034.
- Homo Deus: Breve historia del mañana (Traducción de Carlos Manuel Vesga). Debate, 2016. ISBN 978-8499926711
- Hecht, Susanna; Cockburn, Alexander. The Fate of the Forest: Developers, Destroyers, and Defenders of the Amazon. Updated Edition. ISBN 9780226322728.