Correspondencia desde El Impenetrable

Correspondencia desde El Impenetrable
Llegué al Chaco en agosto del 2023 gracias a la convocatoria realizada por la residencia MONTE. Vienen siendo casi dos años desde que estoy realizando estos viajes y residencias dentro de Argentina con el propósito de investigar los distintos puntos de unión que se asoman y que articulan este territorio que habitamos tan vasto, un mapa que se despliega lleno de posibles nexos, rastreando especies que brotan en un lugar y también en el otro, plantas que subsisten tanto ante los calores asfixiantes del Norte como a los vientos secos de la Pampa.
Una palabra, una receta que se conjuga en una casa de ladrillos de arcilla y que quinientos kilómetros más abajo se repite en otra, con alguna variación local desde ya, pero casi que calcada, casi porfiada. Hay algo con respecto a la identidad –ya sea que hablemos de un territorio, de un cuerpo, o de muchos cuerpos– a lo que podemos calificar de persistente, algo referido a la insistencia; a mí me encanta la palabra porfiadez. Esto que insiste, que resiste y que aprieta botones, que pareciera por momentos tener que rendirse ante la voracidad de un mundo o de cierto mundo que avanza queriendo extinguir todo tipo de señales únicas e identitarias; una mancha característica en el pelaje, un río que desobedece e inunda proyecciones erráticas y aspiracionales, el color marrón –ya sea en nuestra piel o tiñendo y dándole forma propia a un arroyo–, el zorro como animal arquetipo, que corre serpenteando al costado de casi todas las rutas, que luego de horas y días de ausencia en las que lo podríamos dar por extinto, contra todo pronóstico, en el medio del camino en una noche tormentosa hace su aparición nuevamente, solitaria, prodigiosa, inesperada.
En nuestro intento de domesticación de comportamientos y especies se ve claramente lo lejos que estamos o queremos estar de los rasgos que nos identifican, nativos, espontáneos, y es hacia ellos adonde voy, en una especie de concilio y danza eterna con mi identidad e historia, tanto individual como colectiva. No me propuse estas cosas de manera premeditada: de repente, con treinta y cinco años de edad, me vi viviendo y trabajando durante un mes en una casa por poco idéntica a la que construyeron mis padres y en la que nací, sumergida en el medio del monte bonaerense. Yo nací en Tres Arroyos, al sur de la provincia de Buenos Aires, y ambas zonas comparten un bioma similar; Chaco húmedo oriental y Chaco deprimido en la zona pampeana, el zorro y las cortaderas que vuelven a asomarse una y otra vez, sólo que en este caso, aparecieron trayendo consigo otras cosas, otras revelaciones.



En mi experiencia en el monte chaqueño pude adentrarme en un mundo muy complejo de alianzas, señales y advertencias, un escenario que en verdad no es escenario y que por momentos pareciera empujarnos hacia afuera o al menos hacia un costado en tanto nosotros como humanos; un acuerdo de coexistencia del cual somos partícipes manteniéndonos cautelosamente al margen. Una de las mejores cosas que podemos hacer, y una de las mejores perspectivas que podemos llegar a tener de esto que se da, es ubicándonos en la periferia, para así también permitirnos dudar de este concepto que hemos forjado. Un lugar o un sitio, no como un evento performático al que acudimos y contemplamos meramente como espectadores, no como un paisaje distante que recorta nuestro contorno sin que nos interpele, no; se puede estar dentro del monte estando solamente cerca, orbitando a su alrededor, y ya así se puede hacer mucho por su existencia y su continuidad.
El monte, como hábitat, desarticula las nociones que traemos de presencia y de borde. Más allá del desmonte galopante y de la frontera agrícola que se aproxima, y más allá de la falta de implementación de políticas de cuidado ambiental, de patrimonio y preservación, el monte existe. Patas para arriba, con monos que viven y se desplazan únicamente sobre las copas de los árboles, con pájaros que zigzaguean por lo bajo, agitando el follaje y dando saltitos en el suelo, con serpientes y arañas que suben y que bajan llevando y confeccionando un entramado de redes, hilos y lianas, todo esto altera nuestro sentido de la orientación, las cosas nunca parecieran ser lo que son. Hay un ritmo llevado por cantos, movimientos sigilosos y silencios acordados entre diversas especies que parecieran confabular estratégicamente para que desde afuera no se pueda distinguir un animal del otro y se perciba en cambio una gran masa o sistema vivo que se mueve y respira y opera en conjunto, una señal emitida desde una punta que se desliza y que llega hasta la otra tensionando los extremos, atravesando diferentes alturas y engañando en su trayecto a quien esté desatento, sutiles mensajes que llegan a destino como efectivas lanzas. Una mezcla de texturas y resonancias que parecieran no tener descanso ni cualidad exacta, la visión y lo táctil se confunde con lo que es audible, pastos y juncos altos como rayones trazados con grafito y con tiza, espinas, maraña, raspones, chillidos y susurros, mirar sin saber bien hacia dónde; comenzar a guiarnos por otros sentidos, tantear con nuestras manos alrededor y confiar en distintos apoyos, ya no sólo los propios, porque la vista, como respuesta, sencillamente empieza a quedarnos corta y nuestros pasos se vuelven lentos, demorados en nuestro intento de avanzar por los zarcillos de las enredaderas, los abrojos, las ramas, el zumbido.




En el Impenetrable no nos queda mucho más por hacer que pararnos modestamente en un costado, y así y todo, en la soledad de ser la única persona humana permaneciendo allí, por horas, se vislumbra, se huele, se oye fuerte, y se agradece: en el monte nunca se está solo. Las comunidades originarias así lo leían y así lo interpretan, empleando el sonido y el ritmo como instrumento primario para vincularse con / comprender el espacio que habitan, sonido generado por la voz humana y acompañado por instrumentos construidos con elementos naturales como la madera o las fibras extraídas de ciertas especies nativas del relieve, en paralelo a este relieve y a estas especies siendo constantemente amenazadas por la deforestación, el avance del monocultivo, etc., tristes etc.
Antes de emprender viaje, escucho un reportaje a un miembro de la comunidad bora –comunidad radicada más arriba, en la selva del Amazonas–, que dice: “Si la selva se muere, nuestra lengua se muere”. Charlo con Fabiana, colega paisajista que, descubro entonces, es también etnomusicóloga. Ella me sugiere que hable con su amiga Rosario, quien trabaja hace años con comunidades qom que habitan el Chaco. Rosario me explica, entre muchas cosas, que en el idioma qom no existe una palabra específica para el término “música”, ni la idea de juntarse a generar tal cosa, porque la música, bajo esta cosmovisión, ya se encuentra sucediendo en todos lados. Una vez estando en MONTE, y conversando con Patricio –profesor de agronomía y capacitador en cultura guaraní–, me dice que algo similar sucede con el término “naturaleza”: esta idea que hemos construido no tiene una traducción exacta en su lengua materna, porque el concepto como tal no cuaja; para la voz guaraní, la naturaleza, al igual que la música, ya se encuentra expresándose en todas partes, y es lo que nos hace, es lo que somos.




Me quedo un poco quieta, más bien inquieta; mi práctica hasta ahora ha sido principalmente dentro del marco de las artes visuales, es la disciplina desde donde elaboro mis registros, procesos o incluso desde donde resignifico estas experiencias o vivencias en las que me embarco. ¿Qué hacer si la naturaleza de este lugar que me convoca, se aloja y se manifiesta en el campo sonoro, haciendo que mi idea, mi percepción sobre el alcance de la mirada encuentre su límite, titubee, tambalee? ¿Qué tipo de piezas desarrollar a continuación, en mi intención de hablar, de traducir y de llevar a otros lugares este hábitat en el que me vi inmersa, tan singular y ambivalente, irrefutablemente fuerte en su interior y a la vez sumamente delicado en su contexto?
Néstor, artista y activista ambiental, me explica la nudosa trama que orquestan las lianas, las plantas trepadoras y las rastreras, los chaguares, los caraguatá, las raíces, los hongos, el musgo y el moho. Cuando hablamos del desmonte que se lleva a cabo en Chaco y que se lleva puesto todo consigo, no se trata sólo de resguardar o de plantar algunos árboles nativos como se hace en determinadas áreas, queriendo reparar el daño; estos árboles por sí solos, sin la “maleza” que se quiere “limpiar” a su alrededor, en unos años, indefectiblemente, van a caerse, porque este suelo, tan rico en conexiones y tan peculiar en su conformación, en donde confluyen al menos tres o cuatro expresiones de ecotonos, pastizal y espinal deviniendo en selva en galería y en humedal, si a esta superficie le quitamos su rasgo de jungla, sus trenzas de lianas y espinas aferrándose desde las alturas, entonces esta pasa a desmembrarse, quedando seca y desnuda. Y las ramas de los árboles arriba, por sí solas, sin sus amigas que las enlacen o las nutran, sin más animales o bichos que puedan circular por allí, prendiéndose de ellas, haciéndolas blandas y transitables, pasan a endurecerse, se quiebran, se rompen, se caen. Así es que poco a poco se borra un carácter del mapa, un paisaje, una narrativa. Un árbol no se mantiene en pie por sí solo, no, y en el monte, otra vez, nunca se está solo. Si nos quedamos allí en silencio, si aprendemos a andar con la pisada liviana, como este terreno lo propone, podemos llegar a ver pasar a nuestro lado guazunchos, un yacaré, un jabirú.
El río Tragadero es uno de los últimos que quedan en la zona sin contaminar, y es de donde las mujeres de los pueblos originarios wichi, qom y moqoit extraen las totoras con las que fabrican sus piezas de cestería. Este río lleva este nombre ya que su fondo de barro literalmente se traga a ciertos cuerpos que intentan atravesarlo, especialmente los más pesados, como por ejemplo los animales introducidos al territorio para ser explotados por la ganadería y otras actividades: vacas, chanchos, caballos. Especies exóticas que insertamos e intentamos adaptar a este entorno y que, a diferencia de las nativas del monte chaqueño, no tienen patas largas ni cola o alas como extensiones para emprender rápidamente la huida de un área pantanosa.




Recorriendo su orilla, encontré muchos huesos de vaca y de otros mamíferos asomándose entre el lodo; así de triste puede ser el mundo que configuramos para ciertas especies, a un lado de una frontera que dibujamos, y del otro. Así y todo, las motosierras y las herramientas de construcción y destrucción se escuchan a lo lejos, el desmonte se oye llegar como cortina musical de fondo y el horizonte entra en disputa. Cuando de repente las máquinas se callan, aparecen, se detectan, los cantos de las miles de especies que componen este lugar. El artista sonoro chaqueño y director de la residencia que me albergó, Juan Sorrentino, trae a la conversación un concepto que yo desconocía, y una forma de apreciar la riqueza y la complejidad de un ecosistema que me había sido impensada hasta ahora, y que es de hecho crucial en lo que refiere a preservar un lugar y su naturaleza: la ecología acústica.
Así como proteger únicamente a los árboles deja de ser una respuesta a la hora de hablar de conciencia ecológica, en términos auditivos resulta cuestionable que un sitio sea catalogado como reserva o páramo natural, si todo a su alrededor impide que las especies que lo habitan puedan comunicarse o al menos escucharse entre sí. Si el ruido de las autopistas, constructoras, aviones, autos, motos y rutas interfiere constantemente un paisaje sonoro, lo degrada, haciendo que todo un lenguaje construido por la biodiversidad pase a desarticularse. Al no haber diálogo o transmisión posible de sonidos entre pares, estos dejan de encontrarse, dejando entonces de reproducirse. Los depredadores avanzan en número en demasía, y al quedarse sin comida comienzan a desparramarse, desesperados, sobre otros lugares buscando alimento, convirtiéndose así para otros ojos en plaga o en amenaza, y esta es otra manera de desarmar también, lenta pero efectivamente, un paisaje. Llenándolo de ruido –en este caso, antropofónico– hasta el punto de acallarlo por completo.
¿Cuánto es que, entonces, hay que contemplar, tener en cuenta, para mantener con vida a un lugar? ¿Qué tipo de operaciones, dinámicas o esfuerzos implica? Mantener con vida un lugar significa mantener vivo un testimonio, una expresión, un relato sobre un modo de existencia compuesto por los muchísimos organismos que viven y cooperan en red tanto por dentro como por fuera de él. Un modo conformado no solamente por sujetos, sino por las relaciones que se establecen entre cada uno de ellos: pensamientos, sentires, conveniencias que plantean vínculos e incluso afectos, por momentos transitorios, en su gran mayoría perdurables. Todo esto de alguna manera se imprime sobre la corteza terrestre, deja huella, permea conductas y respuestas, haciendo eco en la memoria.
Hay muchísimos modos de cohabitación y sencillamente no podemos prescindir de tal o cual ecosistema porque nos parezca poco bonito, porque nos sea poco rentable. Dicho esto, en Latinoamérica y en el mundo cobran cada vez más fuerza los movimientos de ultraderecha que niegan la crisis ecológica en la que nos hallamos inmersos, y la importancia de ejercer políticas de Estado ambientales. Es claro: desestimar el impacto que está teniendo la actividad humana en el planeta desmotiva a que los Estados regulen o intervengan mínimamente en el accionar o en la expansión del libre mercado y de las empresas. Bajo esta lógica, la soberanía, el destino y el cuidado del ambiente pasan a depender de la voluntad y de los intereses fluctuantes del sector privado.
En concordancia, estas plataformas proponen desfinanciar de manera extrema el gasto estatal, aboliendo recursos destinados a sostener el acceso gratuito a la salud y a la educación, las investigaciones científicas y técnicas llevadas a cabo por instituciones de carácter público, y diversos ministerios. Creer que estas acciones son posibles de llevar a cabo –recortar o sencillamente anular entidades, construcciones, ideas, existencias o identidades– sin reparar en que esto implique costos, daño o alteraciones en la población en su conjunto, es ir contra la lógica terrestre en la cual los elementos o las cosas nunca suceden por sí solas, o fuera de contexto.




En términos que me llenan de emoción y que visiblemente exceden lo personal, pude realizar esta residencia gracias a la beca FORMACIÓN otorgada por el Fondo Nacional de las Artes en Argentina. Es la primera vez que recibo un reconocimiento y este tipo de herramienta por parte del Estado para llevar adelante mi práctica, y significa para mí un antes y un después.
Si se quita del mundo un humedal, si se lo suprime porque se desvanecen las políticas que debieran protegerlo, si se lo rellena y a su vez se construyen sobre él barrios privados o si se lo incendia para pasar a plantar soja, se quita del mapa también entonces la selva que viene a continuación, se quita por ende el monte, y ante el peligro de que esto suene muy abstracto e incluso distópico, ante estas potenciales desapariciones se desvanecen también de nuestras vidas todo tipo de manufacturas y alimentos, incluso los ultraprocesados, que (en algún punto y aunque sea casi anecdótico) provienen y dependen de él y de estos tantos mundos que integran nuestro mundo.
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Me encuentro con una familia de apicultores que trabaja junto con una colonia de abejas en el medio del monte chaqueño, cerca de unos palmares camino a la provincia de Corrientes, produciendo miel de manera cuidadosa, libre de aditivos y conservantes. Pude hacer un registro audiovisual de su labor y, luego de una larga jornada, a medida que fue cayendo el atardecer, alguien encendió un pequeño fuego, una chica trajo una olla negra, curtidísima, y, entre mates y tereré, fueron saliendo unas tandas de pororó (en guaraní, pochoclo) embebidas en tibia miel de monte. Fue así, en esta ceremonia improvisada, que pude probarla. Su dulzura, tan característica, reside justamente en la rica y espontánea diversidad de flores con la que entra en diálogo en su día a día este enjambre de abejas y de humanos.
Recuerdo una hipótesis que me compartió Patricio sobre el nombre “mburukuja”, la flor de passiflora que se trepa y se extiende por el continente americano desde la región amazónica hasta el sur de Argentina y Chile, enlazando puntas, la una con la otra. Uno de sus posibles significados en guaraní es “ser vivo que brinda alimento para todos”.
El Impenetrable se prende en nuestras ropas y en nuestro camino a medida que lo caminamos o lo nadamos, todo se nos arroja, nos envuelve mientras nos abrimos paso. Y nos desgarra, nos atraviesa, nos interpela en nuestra deriva, nos viene a pedir algo a cambio; el monte se hace piel.





Un manuscrito de Marx dice: “Ante la anulación de casi todos los sentidos físicos y espirituales y su simple enajenación, emerge el sentido del ‘tener’. El ojo ha pasado a ser sencillamente un ojo humano, así como su objeto se ha hecho un objeto social, humano, creado por y para el hombre únicamente. Los sentidos se han hecho así inmediatamente teóricos en su práctica; se relacionan con la cosa por amor a la cosa, pero la cosa misma es una relación humana objetiva para sí y para el hombre y viceversa. Necesidad y goce han perdido con ello su naturaleza egoísta, y la naturaleza ha perdido su pura utilidad y razón de sí, al convertirse la utilidad misma en utilidad humana”.
Este mundo, que ante tanto desamparo pareciera estar yendo rumbo a su extinción, hacia su ocaso fatal, en su lenta agonía, silenciándose de a poco, descoloreándose de a poco. Esta tierra, a la que temo tanto perder de vista, y que ahora también se me revela como sonora, una sinfonía de capas rítmicas y de vibraciones que antes había tenido silenciadas y que nutren tanto este paisaje al punto de convertirlo en otro, uno nuevo y más profundo, más inolvidable aún. En esta tierra y este monte, las abejas vienen y en un gesto de maestría, sintetizan todo lo que tocaron, a cada flor, a cada exhalación de vida, a cada gesto de curiosidad, a todo su recorrido diario lo transforman y lo traducen oblicuamente en otra cosa. Una nueva materia, un jugo lleno de notas, de apetitos, de recuerdos, de apreciaciones y de sabores: ellas vienen y hacen la miel. Están componiendo, están siendo, música.
En diálogo con Marx y mucho más cercana en el tiempo, Lauren Berlant agrega: “Nuestros sentidos, sin embargo, están aún atados a la regla, el mapa, la fantasía heredada y el zumbido de las abejas obreras que fertilizan materialmente la vida por la que transitamos”. Yo digo que vivo, que vivimos, que vivamos, por ese sonido, por esta melodía, este vaivén de latidos que aún nos mece, que hace que nos mantengamos en pie. 🐟




