El mundo que no vemos

El mundo que no vemos
- Last Universal Common Ancestor, 2018. Esta ilustración especulativa representa la célula primordial que dio origen a toda la vida en la Tierra. Hay muchas teorías sobre cuándo y dónde surgió el Último Ancestro Común Universal (LUCA) y cómo era. Las proteínas incluidas en esta ilustración se basan en gran medida en un análisis reciente de genomas bacterianos modernos, buscando similitudes para obtener pistas sobre la composición de LUCA. Este estudio considera que LUCA no utilizaba oxígeno y era capaz de sintetizar todas sus biomoléculas componentes a partir de materias primas disponibles en el entorno. También considera que LUCA vivía en fuentes hidrotermales y dependía de condiciones y moléculas presentes en ese entorno. DOI: 10.2210/RCSB_PDB/GOODSELL-GALLERY-035
- Citoesqueleto del glóbulo rojo, 2020. Ilustración de una sección transversal de un glóbulo rojo en la parte inferior, con la hemoglobina en rojo y la membrana celular en color violeta. Un citoesqueleto distintivo forma una red estructural que refuerza la membrana, con una gran variedad de proteínas unidas a la membrana y cortos filamentos de actina, todos conectados por largas y flexibles proteínas de espectrina. En la parte superior se muestra el plasma sanguíneo. DOI: 10.2210/RCSB_PDB/GOODSELL-GALLERY-031
- RecA y ADN, 2021. Investigaciones recientes han demostrado que la proteína RecA (en turquesa) se asocia con el ADN y forma un filamento largo y delgado que se extiende a través de una célula, proporcionando un andamiaje para ayudar con el emparejamiento de hebras homólogas durante la reparación del ADN. Aquí, varios sitios en el ADN se están emparejando temporalmente con el filamento de ADN de RecA mientras esta busca un emparejamiento exacto. DOI: 10.2210/RCSB_PDB/GOODSELL-GALLERY-038
- Sangre, 2000. Esta ilustración muestra una sección transversal a través de la sangre, con suero sanguíneo en la mitad superior y un glóbulo rojo en la mitad inferior. En el suero, podés encontrar anticuerpos en forma de Y, moléculas largas y delgadas de fibrinógeno (en color rojo claro) y muchas proteínas pequeñas de albúmina. Los objetos grandes en forma de OVNI son lipoproteínas de baja densidad y la proteína de seis brazos es el complemento C1. El glóbulo rojo está lleno de hemoglobina, en color rojo. La membrana celular, en morado, está reforzada en la superficie interna por largas cadenas de espectrina conectadas en un extremo a un pequeño segmento de filamento de actina. DOI: 10.2210/RCSB_PDB/GOODSELL-GALLERY-003
- Mioglobina en una célula muscular de ballena, 2021. Esta ilustración muestra los músculos de una ballena, que contienen abundantes moléculas de mioglobina (rojas) para almacenar oxígeno durante sus inmersiones profundas. Esta sección transversal muestra el espacio entre dos sarcómeros musculares, que se muestran a la derecha e izquierda con filamentos delgados de actina en amarillo y filamentos gruesos de miosina en color beige. El espacio también incluye muchas enzimas glicolíticas y otras enzimas involucradas en la producción de energía (azules) y gránulos de glucógeno (morados). Un túbulo del retículo sarcoplásmico se muestra en la parte inferior, con muchas bombas de calcio (moléculas azules en la membrana) y proteínas de almacenamiento de calcio (verdes) que concentran el calcio en su interior, para su uso en el control de la contracción muscular. Esta ilustración fue creada como parte de la celebración del 50 aniversario del Banco de Datos de Proteínas. DOI: 10.2210/RCSB_PDB/GOODSELL-GALLERY-032
Los paisajes moleculares de David S. Goodsell integran información de la biología estructural, microscopía y biofísica para simular vistas detalladas de la estructura molecular de las células vivas. Se representan proteínas, ácidos nucleicos y membranas lipídicas; las moléculas pequeñas, iones y agua se omiten para obtener mayor claridad. La intención es que estas ilustraciones sean lo más precisas posible, utilizando información de análisis de estructuras atómicas, con la ayuda de microscopios electrónicos y análisis bioquímicos para obtener el número correcto de moléculas, en el lugar adecuado, tanto en el tamaño como en la forma adecuada.
LUCA, el primer fermentista
Había una vez, en el Eón Hadeico –en el momento en el cual se formó la Tierra hace unos 4567 millones de años– un ancestro termófilo común a todas las formas de vida que conocemos. Un ser primitivo y microscópico, que podía sobrevivir y desarrollarse en temperaturas superiores a los 45°C. En un ambiente hostil para nuestros estándares de salubridad y confort, con agua al estado líquido pero muy salada, caliente, rica en iones metálicos ferrosos y sulfuros, cerca de bocas volcánicas del fondo oceánico, fue ahí en la caldera infernal que probablemente se juntaron las condiciones favorables para el comienzo de la vida.
LUCA –ese el nombre de nuestro antepasado (last universal common ancestor) de hace 4350 millones de años– fue muy probablemente el primero en hacer respiración anaerobia, es decir, en fermentar1. Antes de que la atmósfera se enriqueciera de oxígeno y permitiera la vida aerobia (aquella en presencia de oxígeno libre, tal como lo respiramos nosotros) las primeras formas de vida de este planeta, dentro de ellas las bacterias, hicieron fermentación para recaudar la energía necesaria, a partir de nutrientes disponibles en el ambiente y sin empleo de oxígeno.
Las bacterias son organismos procariotas unicelulares. La palabra “unicelular” significa que son formados por una sola célula, la más pequeña unidad viviente. “Procariota” indica que el material genético en su interior no se encuentra delimitado por una estructura definida como núcleo, como ocurre con nuestras células. Esta aparente simpleza de la célula bacteriana, con su ADN y poco más en su medio interno, en realidad le asegura una increíble rapidez en la reproducción, de la que nos beneficiamos todas las veces que queremos multiplicar en horas nuestra masa madre para hacer pan o fermentar la leche dentro de un termo durante una noche y levantarse con el yogur recién hecho.
La otra cara de esta simpleza, un poco más escondida a nuestras miradas, está en la facilidad de las bacterias en “relacionarse” con otras bacterias, virus, células de animales o plantas.
No debemos pensar en los vínculos que se establecen entre nosotros los humanos: quererse, firmar un contrato, casarse, trabajar juntos, pelear, cuando utilizamos el término “relacionarse”. En el mundo bacteriano, organismos tan simples y que cambian tan rápido dada su reproducción exponencial, las formas de establecer relaciones pueden implicar el ingreso en el organismo huésped y habitarlo de forma estable, transfiriendo material genético total o parcialmente. La teoría del simbionte, formulada por la científica estadounidense Lynn Sagan Margulis2, que representa una hipótesis alternativa a la darwiniana, nos explica un poco más sobre este extraño comportamiento.
Tomemos como ejemplo el hecho de que en cada una de nuestras células existen pequeños orgánulos –las mitocondrias– que tienen la función de ser como centrales energéticas que se encargan de suministrar la mayor parte de la energía necesaria para la actividad celular. Estos orgánulos tienen una estructura diferente a nuestras células y parecen comportarse como unidades funcionales independientes y al mismo tiempo fundamentales para la misma. Según la teoría mencionada, la explicación está en el hecho de que estos orgánulos podrían haber sido una célula procariota que en un momento muy lejano de la evolución se fusionó con una antepasada de nuestras células, es decir una eucariota primitiva. Una simbiosis permanente entre ambos tipos de seres vivos, donde la bacteria fagocitada* brindaba energía y la célula eucariota más evolucionada ofrecía un refugio estable con comida ilimitada en un pacto estable de mutuo beneficio.
¿Sos vos o son tus bacterias?
En un mundo tan antropocéntrico como el nuestro, que sepamos hacer cosas y tengamos ciertas habilidades gracias a las bacterias parece un chiste.
Como vimos anteriormente, con la simbiogénesis existe una modalidad de brindarle al organismo huésped –animal o planta–, una información genética extra que está contenida dentro del ADN bacteriano con el cual ese organismo entra en contacto. Esto amplía y enriquece de una forma inédita sus posibilidades metabólicas. Por ejemplo, en nuestro cuerpo humano no se expresan solo nuestros genes, sino que estos interactúan y conviven también con la expresión de los genes de todos los microorganismos que nos habitan.
Las bacterias en las vacas, por ejemplo, son las responsables de la asimilación de la celulosa luego del pasaje por los cuatro estómagos. En nuestros intestinos humanos, las bacterias residentes como los Lactobacillus (bacterias anaerobias facultativas que pueden crecer en ambientes con o sin oxígeno) son conocidos por su capacidad de fermentar azúcares en ácido láctico como producto principal y también son comunes en el tracto gastrointestinal de los seres humanos y otros animales. Se encuentran en alimentos fermentados como el yogur, el chucrut y el kéfir, desempeñan un papel importante en la fermentación y conservación de alimentos y se consideran probióticos, lo que significa que pueden tener beneficios para la salud intestinal e integral. Estas bacterias, así como los Bifidobacterium†, son responsables de la producción de las vitaminas B2, B3, B6, B12 y la K. En un estudio del 20103 los investigadores encontraron en la flora bacteriana intestinal de la población japonesa, genes bacterianos abocados a producir enzimas para digerir algas, una comida común en ese entorno. Al buscar en la flora bacteriana de la población estadounidense, donde las algas no constituyen un patrón alimentario, no encontraron los mismos genes y habilidades: a través de la ingesta de algas con sus bacterias asociadas, la población japonesa había adquirido la capacidad de aprovechar los nutrientes de ese alimento.
Las bacterias educan y modulan nuestros sistemas inmunitarios, sin ellas no podríamos sobrevivir a una gripe; son fundamentales en los procesos que regulan nuestra fertilidad, nada más y nada menos que la perpetuación de la especie sapiens en este planeta. Regulan la homeostasis, la generación y absorción de nutrientes, nos ayudan en la regulación del humor y de los procesos cognitivos, compiten con los microorganismos patógenos por espacio y recursos, previniendo infecciones dañinas. Las bacterias y todos los microorganismos que nos habitan son co-responsables de nuestra capacidad de adaptación, competencia y sobrevivencia en el mundo que vivimos.
La cantidad de células microbianas, bacterias, virus, hongos y otros microorganismos que colonizan diversas partes del cuerpo humano como nuestra piel, intestino, boca, entre otras, y que constituyen la microbiota, es impresionante. Se estima que hay aproximadamente 100 billones de células microbianas en el cuerpo humano. Esta cifra, que es significativamente mayor que el número de células humanas en el cuerpo, representa una población en continua comunicación entre ella y nosotros, en una constante, impredecible, inexplorada coevolución.
Fermentum, de la raíz latina del verbo fervere: moverse, ebullir
La fermentación es un proceso químico y biológico típico de las bacterias, que transforma sustancias orgánicas en otras. Forma parte de la gastronomía del ser humano desde las civilizaciones de Mesopotamia, Egipto, China, donde se hallaron los primeros restos de alimentos fermentados como la cerveza, el vino, la hidromiel y el pan (quisiera que en la soledad de sus lecturas reflexionen sobre el hecho de que estos alimentos –considerados sagrados y religiosos– como la máxima expresión de civilización y ofrenda para los dioses para muchas culturas, son fermentados).
Nuestra primera comida como mamíferos está maravillosamente enriquecida por bacterias que migran desde el intestino materno a la leche materna, a través de una ruta “secreta”, un camino a través del torrente circulatorio, que se define ruta enteromamaria4. Antes de 2003, la leche humana se consideraba un fluido estéril y libre de microorganismos. Sin embargo, en el 2003 un grupo liderado por la investigadora Rocío Martín5, determinó la presencia de bacterias comensales y probióticas en la misma y hoy sabemos que sus propiedades probióticas, prebióticas e inmunomodulatorias son responsables por la competencia y la sobrevivencia del recién nacido. Gracias a las bacterias, una vez más.
Durante miles de años la urgente cuestión a resolver para las civilizaciones era la preservación de alimentos. Lo que había hoy en cantidad, mañana podía transformarse en un cúmulo de podredumbre que enfermaba. La fermentación era una forma efectiva de preservar los alimentos durante largos períodos de tiempo, sea porque crea un entorno ácido o alcohólico que inhibe el crecimiento de bacterias dañinas y otros microorganismos; sea, también, porque cuando un nicho ambiental está muy bien ocupado por bacterias de una cepa (pongamos las lácticas como ejemplo) es muy improbable que otros puedan crecer desmedidamente. Entonces, se genera una competencia, es como subirse a un colectivo repleto donde no vas a encontrar lugar para sentarte cómodo.
¿Cómo aprendió el ser humano a fermentar? Mirando la naturaleza a su alrededor, observando lo que pasaba en animales, plantas, en los alimentos que recolectaba, en los suelos húmedos. Las aves guardan las semillas en su buche para que fermenten y sean más digestibles, las ardillas entierran las bellotas aprovechando las bacterias en el suelo. Tanto los elefantes como los insectos y hasta los murciélagos pueden reconocer un banquete de fruta madura fermentando desde lejísimo y están dispuestos a moverse bastante para no perder esa panzada embriagante (porque a casi todos los mamíferos de hecho les encanta estar un poquito ebrios).
El olfato es el sentido que guía a los animales en la búsqueda de fermentaciones deseadas y alerta sobre las que no lo son. En el ser humano, el gusto tiene una cierta dominancia en la detección del ácido por sobre el olfato ortonasal, que ha perdido un poco de dominancia (véase Anchoa número 3 “El pluriverso del gusto” para una explicación más extensa de las dos vías).
Todos los animales vertebrados poseen un sistema hepático para el metabolismo del alcohol que es un producto de la fermentación. Los primates recolectan frutos y flores, los amontonan y esperan pacientemente la maduración y fermentación antes de consumirlos, como cuando elegimos la fruta más perfumada y madura en la verdulería. Los primates, como nosotros, metabolizan el alcohol a través de la enzima alcohol-deshidrogenasa‡ recaudando energía (y posiblemente, alegría).
La naturaleza emplea a la fermentación para deconstruir la materia orgánica y volver a generarla de nuevo, es la pieza que convierte la energía, devolviéndola a la tierra y liberándola otra vez al infinito. Nuestros ancestros observaban y con prueba y error daban vida a experiencias y cultura. Si el resultado de la prueba no mataba y además daba un alimento mejorado en su sabor y textura, como en el caso de los fermentados, se adoptaba esa técnica.
La fermentación puede mejorar significativamente el sabor, la textura y la palatabilidad de los alimentos. Se liberan aminoácidos, nucleótidos, ácidos grasos de corta cadena§, todas moléculas que hacen las cosquillas a nuestro sistema receptorial retronasal. Los microorganismos involucrados en la fermentación pueden descomponer sustancias en los alimentos que generan matices de sabor más ricos y complejos. Los ácidos en el yogur, picantes y umami del queso, la carbonatación en bebidas fermentadas como la cerveza, kéfir y kombucha, burbujas muy atractivas para las terminaciones nerviosas de nuestras lenguas.
Alimentos conservados, más ricos, más digeribles, con nutrientes más disponibles para ser asimilados.
Los alimentos fermentados y crudos contienen microorganismos beneficiosos, como las cepas probióticas de bacterias, que a través de la ingestión pueden colonizar nuestro intestino y así promover una salud integral. A pesar de no entender a pleno todos los mecanismos, que todavía hoy quedan ampliamente para explorar, todas las culturas antiguas siempre consideraron que los alimentos fermentados poseían características capaces de promover la salud. En China, ya 2000 años atrás a la kombucha se le atribuía propiedades de asegurar larga vida.
La dieta, como definiría el antropólogo Joseph Henrich, de personas WEIRD (criadas en una sociedad occidental (Western), con estudios (Educated), industrializada (Industrialized), con poder de compra (Rich) y democrática (Democratic), está sufriendo una dicotomía importante. Por un lado estamos siempre más lejos de comer los alimentos fermentados tradicionales, esparcimos nuestros cuerpos de alcohol en gel, comemos ultraprocesados, envasados de larga vida, los antibióticos forman parte de las cadenas alimentarias y de protocolos de autocuidado doméstico con siempre mayor facilidad. Comida empaquetada, estéril, estandarizada, procesada en altas temperaturas, irradiada, desinfectada. ¿Estamos acaso poniendo a prueba la proliferación saludable de la microbiota en nuestros intestinos y cuerpos? ¿Qué sucede si este mecanismo de simbiosis, la convivencia que tenemos con las bacterias, desaparece o se daña?
Por otro lado aparecen enfermedades y dolencias conectadas con un malestar de la microbiota y acudimos siempre más a integradores probióticos y prebióticos carísimos y de laboratorio. Compramos kéfires milagrosos en botellitas monouso de plástico mientras nos olvidamos que en todas las culturas alimentarias –menos en la del fast food– existen alimentos fermentados que se llevan a la mesa cotidianamente, como los encurtidos, el yogur, los quesos.
La dicotomía moderna venera bacterias encapsuladas en píldoras y al mismo tiempo les declara guerra con letales enjuagues bucales, detergentes desinfectantes para cuerpos, superficies y ropa que prometen verdaderos estragos a cargo del mundo microbiano.
Estamos viviendo un cambio de paradigma a nivel consumo (los que podemos elegir). Por un lado, la necesidad de reconexión con el mundo de la naturaleza, donde hizo de vocera la cocina del nuevo movimiento nórdico, del vivir lento, de la autoproducción de comida, del foraging, del pan de masa madre y granos antiguos, de los pickles fermentados, del garum de autor. Por otro lado, la obsesión por higienizar todo lo que nos rodea como si entráramos al quirófano.
¿Si digo microbios digo enfermedades?
Era el otoño de 1848 cuando tras la ola de muertes provocadas por la segunda epidemia de cólera en Inglaterra, John Snow, médico e investigador oriundo de York (Reino Unido), decide aplicar su experiencia en investigación y su mirada afinada para buscar una solución –o cuanto menos una explicación– al macabro asunto. La enfermedad arrasaba en la ciudad de Londres y no se conocía con certeza la etiología –la causa– ni su forma de transmisión.
El escenario interpretativo se dividía entre los “contagionistas” y los “miasmáticos”. Según los primeros, el cólera se adquiría por el contacto con el enfermo y sostenían medidas sanitarias drásticas como cuarentenas, encierros, quema de ropas. Para los segundos, eran los vientos y los vapores tóxicos, los miasmas, emitidos por materia en descomposición y los cadáveres, los responsables de la propagación de la enfermedad.
Snow, con su mente sagaz y observadora, fue más allá de las dos teorías y encontró como factor común a todos los enfermos, algo tan sencillo como vital: tomaban agua de las mismas bombas, contaminadas por algo que en la época ni se buscaba ni se podía ver detenidamente como hoy, por falta de tecnología. La microscópica responsable era la bacteria del cólera, el Vibrio cholerae.
A principios de septiembre de 1854, en una zona de Londres llamada Golden Square hubo un brote epidémico de cólera de inusual intensidad donde perdieron la vida cerca de 500 personas en pocos días. Snow hipotetizó que el brote se debía a la ingestión de aguas contaminadas provenientes de la bomba pública ubicada en Broad Street y alertó a la autoridad sanitaria local, que decidió inhabilitar la bomba de Broad Street mediante la remoción de su palanca, medida que fue capaz de parar los contagios en esa área.
Es anecdótico que Lion Brewery –una cervecería aledaña a la bomba de Broad Street– registró muy pocas defunciones en una zona de alta mortalidad: los trabajadores de la cervecería, temerosos de beber del agua de la bomba luego de los primeros rumores, únicamente bebían cerveza.
Con el Dr. Snow se inaugura un paradigma en salud que se denomina “teoría del germen”, con su boom desde la segunda mitad del siglo XIX. Por cada enfermedad se buscaba un responsable único, una relación lineal y explicativa del todo, en medicina se progresaba tachando el listado de los culpables en el mundo microbiano, difteria, neumonía, polio, tuberculosis… El desarrollo de las vacunas, la esperanza depositada en los antibióticos. Los “postulados de Henle-Koch” (1840 y 1978), las normas higiénicas que comienzan a ser de dominio público, el lavado de manos que entra a formar parte de los hábitos en la obstetricia, en la cirugía y en las casas. A partir de la segunda mitad del siglo XX, las cosas cambian y una nueva forma de mirar trata de explicar qué pasaba con aquellas enfermedades que no eran infecciosas y que se presentaban con mayor complejidad. Se comienza a hablar de factores de riesgo, de caja negra, de multifactorialidad. Es todavía hoy la teoría dominante, aunque muchos autores han aportado para que se consideren los fenómenos biomédicos con una mirada biopsicosocial6.
Se empieza a mirar las bacterias como simbióticas, como ayudantes, se estudian relaciones entre el mundo microbiano que nos habita y el cáncer, la depresión, las conductas alimentarias, la infertilidad, el autismo, el síndrome metabólico, solo para mencionar algunos de los muchos campos de investigación de la microbiología hoy.
Las tendencias en investigación microbiológica son hacia bacterias resistentes a antibióticos, en las terapias por competencia de bacterias, basadas en bacteriófagos y enfoques de modulación del microbioma. La ingeniería genética y la biotecnología investigan incansablemente sobre la producción de compuestos químicos, bioplásticos, enzimas y otros productos útiles a la vida cotidiana y con un menor impacto ambiental, a través de la manipulación genética de bacterias. Buscamos poblaciones bacterianas en entornos extremos, desde suelos desérticos, océanos, cimas montañosas y hasta en otros planetas, para comprender y tratar de hacer frente al impacto del cambio climático.
La industria de alimentos no se ha quedado atrás con el uso de bacterias y al lado del uso más tradicional de las fermentaciones para conservar alimentos, en los últimos años, lanzó al mercado nuevas propuestas que merecen algo de reflexión antes de su compra. Al lado del listado de alimentos funcionales que crece en función de nuestras ansiedades de eterna salud y juventud, ahora junto con el kale, la avena, el té verde, las almendras, los batidos y smoothies de clorofila, podemos encontrar barras de granola y cereales para el desayuno enriquecidos con probióticos, alimentos destinados a bebés y niños, como fórmulas infantiles, postrecitos y compotas adicionadas con las benditas bacterias y hasta llegar a los alimentos para mascota fortificados con cepas bacterianas beneficiosas.
La biotecnología de alimentos emplea bacterias aromáticas específicas, modificadas genéticamente o seleccionadas para producir compuestos aromáticos específicos, como ciertos ésteres o aldehídos, que pueden utilizarse para mejorar el aroma de productos alimenticios y bebidas con perfiles sensoriales atractivos para los consumidores. Los diferentes tipos de compuestos orgánicos se distinguen en función de los grupos funcionales que contienen y que son responsables del comportamiento químico de la molécula. Los ésteres son sustancias orgánicas que se encuentran en muchos productos naturales tanto de origen animal como vegetal, generalmente tienen olores agradables y son los responsables de los aromas de frutas, flores, aceites esenciales. Industrialmente, los ésteres son demandados como aditivos de alimentos para mejorar el aroma y el sabor, por ejemplo los aromas de banana en un caramelo o de ananá en un chupetín. Para los aldehídos los usos más comunes son la conservación de órganos o partes anatómicas (formaldehído), como desinfectantes, resinas, colorantes y fertilizantes. Algunos aldehídos de origen vegetal o sintéticos se añaden a ciertos productos para impartirles olor y sabor. En pastelería el benzaldehído es responsable del sabor de almendras amargas, el cinamaldehído da el olor característico a la canela, así como también son aldehídos las moléculas que dan el olor a la vainilla, al alcanfor y a los clavos de olor.
Otro ejemplo, para darles un pantallazo de los desafiantes campos de aplicación de las bacterias, de gran actualidad, es el estudio de la aplicación de estas en el cultivo celular de carne para la producción de factores de crecimiento y hormonas, necesarios para que las células animales crezcan y se multipliquen7.
Durante el pequeño recorrido que hicimos en esta nota, en unos 300 años ya son muchas las emociones que hemos reservado para estos seres que la mayoría de nosotros nunca ha visto y nunca verá con sus ojos.
Comenzamos por la fascinación por sus descubrimientos que fueron el resultado de diferentes intuiciones durante los siglos, desde las primeras observaciones de Robert Hooke y de Marcello Malpighi. Fue Athanasius Kircher en 1659, con ayuda de un microscopio compuesto, aquel que primero habría visto bacterias describiéndolas en la sangre de enfermos de peste. El mérito se reconoció en 1674 al mercader holandés Antonie van Leeuwenhoek en 1674, que observa vida microscópica que define como animalculus.
Pasamos de la lucha unida para vencerlos a encontrarnos con el estupor de saber que están con nosotros desde siempre y que somos el resultado evolutivo de la interacción con ellos. Desde la colaboración en darnos verdaderos manjares, en la preparación de alimentos sagrados y básicos como el pan y el vino, en asegurarnos comida durante meses de escasez, llegamos a odiarlos de nuevo y enfrentarlos con armas equivocadas, generando resistencias y superbacterias letales¶.
Les fuimos a pedir perdón, levantando góndolas-monumento de suplementos carísimos, hemos aprendido a degustarlos en menúes de restaurantes en las capitales gastronómicas. Ahora volvemos a ellos, no solo para usarlos para estar mejor sino como la última esperanza en un mundo que nos asusta y del cual ya no entendemos más las reglas. ¿Tal vez la guerra por la supervivencia la estén ganando ellos? 🐟
- Haldane, J. B. S. (1929). Origin of Life. The Rationalist Annual, (148), 3-10.
- Sagan, L. (1967). On the origin of mitosing cells. J Theor Biol, 7(3), 255-74. doi: 10.1016/0022-5193(67)90079-3. PMID: 11541392.
- Hehemann, J. H., Correc, G., Barbeyron, T. et al. (2010). Transfer of carbohydrate-active enzymes from marine bacteria to Japanese gut microbiota. Nature, (464), 908-912. https://doi.org/10.1038/nature08937
- Jost, T., Lacroix, C., Braegger, C. P., Rochat, F. y Chassard, C. (2014). Vertical mother-neonate transfer of maternal gut bacteria via breastfeeding. Environ Microbiol, (16), 2881-2904.
- Martin, R., Langa, S., Reviriego, C., Jiminez, E., Marin, M. L., Xaus, J. et al. (2003). Human milk is a source of lactic acid bacteria for the infant gut. J Pediatr, (143), 754-758.
- Urquía, M. L. (2006). Teorías dominantes y alternativas en Epidemiología. Ediciones de la UNLa (Colección Salud Comunitaria). http:// isco.unla.edu.ar/edunla/cuadernos/catalog/ view/1/2/5-2
- Benjaminson, M. A., Gilchriest, J. A. y Lorenz, M. (2002). In vitro edible muscle protein production system (MPPS): stage 1, fish. Acta Astronaut, 51(12), 879-89. doi: 10.1016/s0094-5765(02)00033-4. PMID: 12416526.