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Edición
Edición Digital
003

El pluriverso del gusto

Texto:
Ester Azzola
En colaboración con:
Imágenes:
Delfina Rosa
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003

El pluriverso del gusto

Texto:
Ester Azzola
En colaboración con:
Imágenes:
Delfina Rosa
¿Qué tienen en común los tomates, las uvas, los kiwis, las rosas y las petunias? El químico aromático feniletanol –producto del aminoácido esencial fenilalanina–, consagrado uno de los pilares de la industria del gusto y responsable por un aroma a rosas presente en las frutas y flores enumeradas arriba. Hay una relación científica entre el sabor y las características nutricionales de todo alimento que consumimos. Esto es particularmente evidente en el caso de los tomates, demostrado por los científicos Harry Klee y Steve Goff: hay aproximadamente 400 compuestos aromáticos en un tomate, de los cuales 20 son los responsables por darle el gusto que tanto nos atrae. Cada uno de esos 20 son micronutrientes esenciales que no producimos internamente y, por ende, necesarios para nuestra supervivencia. Es decir, son los mismos que hacen rico y al mismo tiempo nutritivo al tomate. El sabor, entonces, es información. Un lenguaje químico dictado por el mundo natural. Así lo identifica el escritor Mark Schatzker en El efecto Dorito, un libro que busca desenmascarar por qué durante los últimos setenta años nuestros alimentos se encuentran cada vez más diluidos de sabor. Hay muchas capas dentro de esta historia, y para poder empezar a entenderla, debemos primero transitar el pluriverso del gusto a través de los lentes biológicos, culturales y ecológicos del gusto y nuestra relación con él.
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¿Qué tienen en común los tomates, las uvas, los kiwis, las rosas y las petunias? El químico aromático feniletanol –producto del aminoácido esencial fenilalanina–, consagrado uno de los pilares de la industria del gusto y responsable por un aroma a rosas presente en las frutas y flores enumeradas arriba. Hay una relación científica entre el sabor y las características nutricionales de todo alimento que consumimos. Esto es particularmente evidente en el caso de los tomates, demostrado por los científicos Harry Klee y Steve Goff: hay aproximadamente 400 compuestos aromáticos en un tomate, de los cuales 20 son los responsables por darle el gusto que tanto nos atrae. Cada uno de esos 20 son micronutrientes esenciales que no producimos internamente y, por ende, necesarios para nuestra supervivencia. Es decir, son los mismos que hacen rico y al mismo tiempo nutritivo al tomate. El sabor, entonces, es información. Un lenguaje químico dictado por el mundo natural. Así lo identifica el escritor Mark Schatzker en El efecto Dorito, un libro que busca desenmascarar por qué durante los últimos setenta años nuestros alimentos se encuentran cada vez más diluidos de sabor. Hay muchas capas dentro de esta historia, y para poder empezar a entenderla, debemos primero transitar el pluriverso del gusto a través de los lentes biológicos, culturales y ecológicos del gusto y nuestra relación con él.

Es agosto de 2013, serán las cinco de la tarde, en el Núcleo Habitacional Transitorio Zavaleta. Ayelén revuelve el guiso en la olla y se acerca la cuchara a la boca. Le pregunto a qué sabe. Me da la espalda pero intuyo, por la pausa, que la cosa no viene bien. “A pobreza, Ester. A eso sabe.” Minimizo como se hace frente al dolor ajeno en un último intento de impermeabilizarme, hago un chiste y luego un halago, por lo buena cocinera que es. No entiendo bien el sentido de sus palabras, pero las anoto en mi libreta color esmeralda, que tanto estaba en auge en aquel año.

¿La pobreza tiene un sabor? ¿Qué sabor es? ¿Dónde está ese sabor? ¿Es de un alimento? ¿De un condimento? Esas y miles de otras preguntas aparecían en mi mente. Salía de una universidad del norte de Italia, recibida en una facultad de ciencias exactas, era bióloga casi especialista en nutrición y la única mirada que tenía hacia la comida y el ser humano se describía por series de proteínas, procesos metabólicos, enzimas y moléculas. Sabía todo sobre la fisiología del gusto, y esa afirmación tan visceral, poco medible pero aun así precisa, me desconcertaba.

El sabor desde la biología

Cuando hablamos del sabor nos referimos a una característica de una sustancia que se produce por el contacto entre una o más moléculas con estructuras celulares que traducen esa señal en una sensación. Al mencionar el sabor, en realidad, para ser precisos, nos referimos a las sensaciones codificadas por dos vías, la gustativa y la olfativa, que se unen conformando una tercera e infinita fantástica ruta: la retronasal. El sabor reside en el fondo de nuestras gargantas, como ya sospechaba el político y gastronómico francés Brillat-Savarin a fines del 1800 en su obra Fisiología del gusto.

La habilidad de percibir los gustos tiene un significado evolutivo enorme: si hoy estamos acá fue gracias también a ese guía interno e instintivo que nos dice qué rechazar, qué introducir, qué es más denso en calorías, más repleto de agua y de sales minerales, si nos sirve frente a tal clima o en tal estado psicofísico. No obstante, es la capacidad que tenemos como seres humanos de discriminar, recordar, comparar y detectar sabores lo que nos separa de todos los demás seres vivos.

Los sabores que somos capaces de percibir nos ponen a otro nivel de las categorías de todos los animales superiores. Fueron y son responsables de habernos hecho recorrer el globo en búsquedas de especias e ingredientes exóticos. También de la conformación de las gastronomías y de los patrones que las representan y diferencian. Sin la vía retronasal todo sería ácido, amargo, dulce, y no podríamos deleitarnos con un “herbáceo, frutal, a cuero, especiado” o “a queso en su punto”. Los sabores nos hacen humanos tanto biológica como culturalmente.

Comenzando por lo sencillo, hablamos de gustos

Derribemos de inmediato un pequeño mito que, lamentablemente, se sigue enseñando en casi todas las escuelas. Los gustos básicos hoy ya no son solo cuatro, sino seguramente cinco, tal vez seis y hasta podrían ser muchos más gracias a los avances tecnológicos.

Aprendemos muy pronto a buscar el gusto dulce, proveniente de la leche materna y de la energía fácilmente disponible. Salado y sápido, indicadores de sales minerales necesarias para nuestra homeostasis y supervivencia. Sabor umami, evidencia de aminoácidos libres, nucleótidos y proteínas, columnas portantes de nuestro metabolismo así como el sabor kokumi1, de persistencia, boca llena y densidad, tan buscado en las recetas de los chefs y lamentablemente también por los creadores de los alimentos ultraprocesados (junto con su amigo umami). Finalmente, los guardavidas amargo y ácido, que nos avisan de posibles toxicidades y fermentaciones un poco descontroladas.

En el caso de la menta o del picante, no está implicado propiamente el gusto sino una estimulación nerviosa de receptores térmicos que comunican a través del dolor, calor o frescura. Así como la sensación astringente de los taninos que se da por la precipitación bucal de proteínas ricas en prolina de nuestra saliva. Si entendemos el gusto desde esta perspectiva, se torna entonces un acto cuya finalidad es nuestra permanencia en vida, salud física óptima o, en palabras evolutivas, hacia la meta de la reproducción. ¿O le falta sal a la sopa?

El sabor como cultura

Todos comemos en este mundo, por lo menos quienes tenemos esa gran fortuna, pero no lo hacemos de la misma manera. No solo los criterios para que algo se considere alimento2 son diferentes, sino también los modos, momentos y rituales en los cuales estos se consumen cambian de un lugar a otro, de un momento social a otro, de una estación a otra.

El hecho de que la convivialidad –el compartir comidas– sea algo que se repite en prácticamente todas las culturas y que podría considerase un acto social aunque suceda en lo íntimo de nuestras bocas, ¿hace por sí solo que el sabor sea una construcción social y que entonces se comparta una verdadera cultura a través de este?

El amor y el odio, el gusto y el disgusto hacia un alimento son experiencias aprendidas que se entremezclan con nuestra condición como mamíferos en las que finalmente la cultura le gana a la biología. Tomamos mate, café y té a pesar de que son plantas terriblemente amargas, algo que un nosotros primitivo no hubiese hecho jamás.

Comencemos por la lactancia materna, nuestra primera vivencia gastronómica, el primer banquete. No solo es el mejor alimento para un recién nacido, sino que al mismo tiempo, gracias al pasaje de moléculas olorosas y gustativas a través de la leche misma, funciona como hilo cultural que conecta a la nueva cría con sus ancestros3. Los alimentos típicos de su cultura le llegan por medio de ese fluido, brindando una conexión con su familia y las generaciones que la precedieron, sentando las bases del aprendizaje de lo que se come en su entorno, de lo que gusta a su madre, de los sabores que perfilan su cultura.

En los niños amamantados al pecho se observa de hecho una mayor aceptación y variabilidad alimenticia al momento de la introducción de los alimentos sólidos familiares; lo contrario suele observarse en niños alimentados con fórmula, quienes poseen un perfil gustativo estable y “pobre”, que facilita la predisposición a elecciones de comida infantil industrial versus comida doméstica, real y local4.

La exposición a un sabor crea la experiencia, que si es repetida conforma un hábito, que tendemos a perpetuar por pertenencia, economía y facilidad, entre otros factores.

El sociólogo Pierre Bourdieu ofrece una explicación sobre las preferencias gustativas, desde la elección de un alimento a su juicio de valor, que se determinarán según criterios culturales, sociales y económicos, y se aprenderán a través de la perpetuación de las prácticas5. Entonces la práctica genera un hábito que guía nuestras elecciones, conscientes e inconscientes. El gusto lo conformamos acción tras acción, día tras día, experiencia tras experiencia; no es un bagaje estático que heredamos por solo pertenecer a una cultura.

Degustar significa diferentes cosas en diferentes ámbitos: el sabor de un determinado alimento no es el mismo en dos contextos diferentes. Usaré un ejemplo familiar para explicarme mejor. Mi abuela nació y creció en un pueblito de la Val Seriana, en el norte de Italia, en una familia humilde donde la economía doméstica dependia en gran parte de lo que ofrecía el bosque y el maíz omnipresente. Polenta hoy, polenta mañana, con leche, con castañas, con hongos silvestres, con lágrimas. Mi abuela no come polenta en la actualidad –la odia, podría afirmar–. Aun así la sigue cocinando para nosotros: maíces antiguos cocinados en la olla tradicional, que conlleva una dedicación y cocción extensa regida por el oficio. La degustamos en ocasiones especiales, como en los domingos familiares, acompañada por suculentas carnes de larga cocción, y la valoramos como una comida que nos ancla a nuestros orígenes geográficos. La polenta de mi abuela sabe a pobreza, la mía sabe a fiesta.

Quienes comparten gustos, entonces, comparten también lugares físicos y geográficos, condiciones socioeconómicas, contextos políticos e históricos. Para interpretar los gustos y los disgustos, es necesario afinar la mirada y abarcar en la lectura todo lo que rodea la actividad de degustación. Al mismo tiempo que las gastronomías producen formas e identidades culturales, las culturas producen gastronomía: como lo que reconozco / como aquello en lo cual me reconozco. El gusto influye en lo social y al mismo tiempo es influenciado por ello6.

Cada plato necesita de su específica modalidad de consumo y al mismo tiempo de valores propios que pueden, o no, compartirse. Como nos enseña Lévi-Strauss7 en su definición de la oposición básica crudo/cocido y desde aquella la de todas las formas de cocción. Lo importante es entender que se trata de formas mitológicas, de estructuras que se llenan de un contenido siempre diferente y en forma diferente según cada cultura.

El sabor de un lugar (sabe a bueno)

La gastronomía es a menudo símbolo de un territorio, del producto y la interacción de sus habitantes con la naturaleza. La cocina típica de una sociedad deriva íntimamente del contexto natural en el cual surge y se arraiga, su identidad se refleja a través de los cultivos autóctonos y los productos favorecidos por esos climas. Cada región tiene un puñado de sabores y de ingredientes que la caracterizan: usar determinados sabores no solo permite moverse en terrenos seguros en cuanto a supervivencia, seguridad y conformación del gusto, sino que también nos permite revivir nuestra historia colectiva al momento de servir la cena.

Continuar una cultura a través de la herencia gastronómica crea una comunidad. La ciudad de Buenos Aires es tal vez uno de los lugares donde más se manifiesta esta presencia de múltiples comunidades reconocibles y aferradas a sus comidas dentro de un espacio reducido. Comidas que en muchos casos dejaron su lugar geográfico de origen y parecerían hasta obsoletas en su nuevo contexto, siguen haciendo palpitar corazones, como comer pan dulce con cuarenta grados térmicos.

Los platos típicos, las formas de servirlos y consumirlos son entonces actos simbólicos de pertenencia y al mismo tiempo de resistencia frente a la afirmación de la comida sin tiempo y espacio, reproducible en todos los lugares, frente a la mono-variedad de los cultivos, al empobrecimiento y homologación de los sabores que llegan a nuestras mesas.

El sabor de un lugar es dado por una variedad de factores. Empezando de abajo, el origen geológico de los suelos y la composición del terreno influye sobre la presencia de determinados minerales y microorganismos, y también la cantidad de agua y aire infiltrada en él. Quien ama el vino conoce bien cuánto la salinidad es un atributo de derivación de una tierra donde hace tiempo hubo mar, o que algunos hongos, como la Botrytis cinerea, proliferan en determinadas condiciones climáticas de humedad, calor, ventilación, y nos regalan un vino extremadamente noble. Las plantas que crecen en cierta latitud aprendieron a aprovechar los recursos disponibles y están inmersas, o deberían estarlo, en un ecosistema de microorganismos-flora-fauna de mutuo beneficio y correcta competencia. El ser humano se ha inspirado sobre estos modelos naturales de simbiosis cuando replicó el cultivo de la milpa8 en América o la piantata lombarda9 en la Llanura Padana desde donde escribo.

La interacción entre una gran cantidad de especies convierte a los ecosistemas en resilientes y complementarios; además, las interacciones ecológicas permiten un control natural de los insectos, la fertilidad del suelo y la polinización de las plantas. Pero si volvemos al sabor, los alimentos que vienen de estas formas de cultivo saben seguramente mejor que las que vienen de un suelo explotado o de un tubo de hidroponía. ¿Por qué?

Las plantas no solo intercambian sustancias con los suelos, sino que sus raíces conversan entre ellas, con las de otras plantas y con los microorganismos presentes. Esta enorme red subterránea de sensores intercambia informaciones de todo tipo, como la presencia y ausencia de nutrientes, los niveles de humedad y sequía, posibles enfermedades, niveles de salinidad y la falta de oxígeno, entre otros. La planta responde al balance de estas informaciones desde el ambiente con la producción de sustancias olorosas características: pigmentos como las antocianinas, los carotenoides, el licopeno, aromas y sabores, resinas, frutos con pelitos en superficie, pequeñas espinas, cáscaras más duras y resistentes gracias a las ceras naturales.

Paseando por una huerta los zucchini casi tienen espinas y los tomates son de piel dura, de colores encendidos y umami en boca. Los duraznos son peludos, perfumados y rebosantes en jugo. Las rúculas, amargas y con raíces fuertes. Nada que ver con las hortalizas pálidas y al borde del colapso que se encuentran en las heladeras de los supermercados, las lechugas sin raíces, los tomates criados en soportes de plásticos en lugar de sobre la tierra. Un ser vivo que no interactúa con otros seres vivos no necesita afirmarse ni sobrevivir con furor, ni competir. No necesita ser visto por un insecto, ser comido por un mamífero, tampoco busca prosperar, emperrarse, llegar primero. Vive mal, crece mal, sabe mal.

Todo lo que no es sabor pero influye en el sabor

Si quisiéramos ir un poco más allá, después de la preparación de un alimento según sus reglas culinarias, de dónde y con quiénes lo comemos, viene el cómo lo comemos y cómo esa forma de comer modifica la percepción de su sabor. ¿Cómo puede ser que algo sepa bien cuando nos lo ponemos en la boca junto con un frío objeto de metal que antes estuvo en la boca de otras miles de personas?, nos hace notar Charles Spence10.

Los tenedores y cucharas crean una distancia entre el cuerpo de la persona y el alimento que está por comer; esta distancia ayuda a diferenciar al hombre racional de los animales y de los salvajes, teorizaba Elias11. Es desde un lugar donde nos queremos parar como sujetos civilizados occidentales que tenemos que buscar para explicarnos la práctica de comer con cubiertos, técnica que se afirma en la mitad del siglo XVI en una Europa en pleno Renacimiento, que acababa de colonizar América y donde se enfatizaba el intelecto, las obras del ser humano, el saber y la academia. Salvajes vs. civilizados, cubiertos vs. manos.

A pesar de querer seguir siendo “los civilizados'', cada tanto nos permitimos saborear alguna comida puntual rigurosamente sin cubiertos. “Si no te chupas los dedos, gozas solo por la mitad”, decía el hit publicitario de un copetín ultra procesado sabor a queso que hizo (y sigue haciendo) furor en la segunda mitad de los ‘80 en Italia. Podemos gozar de comer con las manos, amplificando nuestra experiencia gustativa y aun así respetando algunas cuestiones básicas relacionadas con nuestro concepto de gusto/disgusto. Que la comida sea sólida, posiblemente crujiente, categorizada como snack, fast-food o callejera, que no ensucie mucho y que preferiblemente venga envuelta en una servilleta. O entre dos panes, como nos enseñan casi todas las culturas ancestrales: empanadas, pittas, baos, rooti, panzerotti, entre otros.

¿Pasa lo mismo en otras partes del mundo? En el interesantísimo estudio de Anna Mann12, ella describe una comida pakistaní donde se halla por primera vez lidiando con consistencias insólitas que se acostumbran comer sin cubiertos. Sus dedos se encontraron con lo pegajoso, semilíquido, blandito. Chupar, lamer, limpiar. Un universo de “sensa/emociones” se le abre por delante, desde el entusiasmo a la vergüenza.

A nivel cognitivo, el gusto es el sentido más conectado al juicio y a la categorización y al reconocimiento. Somos capaces de dar puntajes a lo que comemos, armar clasificaciones, revisarlas y cambiarlas en el tiempo. Sabemos aprender sobre el gusto y también modificar lo aprendido. A nivel de la percepción, el hecho de gustar involucra todo el cuerpo: muchos órganos y distintos aparatos participan del banquete; es intrínsecamente sinestésico y visceral13.

El gusto es el hilo conductor que desde el ambiente externo guía hacia el interior del cuerpo y, a través de la digestión, de nuevo hacia afuera con algo completamente nuevo e inédito. Un proceso circular que no debe nunca cambiar su sentido; si no, desde el gusto se pasará rápidamente al disgusto.

El sabor está en nuestro cerebro

Como el color, que no está en los objetos, el sabor no está en los alimentos. En la comida se encuentran moléculas que nuestro sistema receptor del gusto y del olfato saben leer, decodificar y transmitir en forma de señales al sistema nervioso, que los elabora a través de la activación de diferentes áreas cerebrales.

Es increíble la cantidad de estructuras y territorios neuronales diferentes que se activan durante el saboreo de un plato, en una cata de vino o una olfateada rápida al tupper de la comida olvidada en la heladera. El sentido del gusto tiene su principal área sensorial primaria en el extremo inferior de la ínsula y en la corteza parietal. Gracias a esta ubicación,
la información gustativa se hace consciente como una experiencia privada y subjetiva, pero siempre relacionada con el ambiente y los elementos del entorno en el que
se da la acción. Es ampliamente estudiado y
de sentido común que los ruidos ambientales, las melodías, la iluminación, el color, la marca, el estatus, entre otros, son todos elementos que pueden
llegar a influir sobre nuestro criterio de juicio gustativo.

Es interesante que la ínsula no solo participa de la experiencia gustativa, sino que también tiene un importante papel en la regulación de las vísceras y órganos, e incluso participa de la función vestibular que nos hace saber dónde estamos parados (¡literalmente!). Es una zona de asociación entre percepción, cognición, emoción, y debido a su relación y sus conexiones con el sistema límbico, esta estructura interviene en el fenómeno del craving o intenso deseo de consumo. Por último, presenta un papel clave en la capacidad de reconocimiento de emociones y de la empatía. ¿Cuántas de estas funciones están íntimamente conectadas, son funcionales o están relacionadas al acto de comer? Posiblemente todas.

Si simplificamos y nos tomamos algunas licencias literarias sobre la memoria gustativa y olfativa que se hizo famosa en À la recherche du temps perdu de Marcel Proust, a través de una magdalena, nos permite explorar la maravillosa conexión entre estos sentidos y las áreas cerebrales donde depositamos estas informaciones y somos capaces de evocarlas también luego de mucho tiempo. La memoria, el olfato, el gusto y el comportamiento están profundamente relacionados. Podemos tomar como ejemplo la conexión entre la infección por el Covid-19 y el consecuente deterioro del gusto y olfato a largo plazo, resultando en el aumento de incidencia de depresión en las personas afectadas.

Al mismo tiempo, la pérdida del olfato puede ser un síntoma temprano y una consecuencia en la depresión y en la enfermedad de Alzheimer. Como hemos dicho al principio, sin el olfato y sostenida solo por el gusto, la experiencia gastronómica sería decididamente pobre. Es un poco lo que todos hemos experimentado comiendo con resfrío o tapándonos la nariz al tragar un medicamento que no queremos saborear. Uno de los sentidos que hoy etiquetamos de manera errónea como “arcaico, poco evolucionado” es en realidad fundamental para nuestra capacidad cognitiva, adaptativa, y de supervivencia e interacción interpersonal. Oler y gustar nos permiten saborear el mundo y la vida. 🐟

Bibliografía
  1. Kuroda y Miyamura. “Mechanism of the perception of “kokumi” substances and the sensory characteristics of the “kokumi” peptide”, γ-Glu-Val-Gly. Flavour 2015 4:11.
  2. Fischler, C. “Commensality, society and culture”. Soc Sci Inf 2011, 50(3–4):528–548.
  3. Forestell, C. A. y Mennella, J. A. “Early determinants of fruit and vegetable acceptance”. Pediatrics 2007;120:1247–1254. Mennella, J. A.; Forestell, C. F.; Morgan, L. y Beauchamp, G. K. “Early milk feeding influences taste acceptance and liking during infancy”. Am J Clin Nutr 2009;90:780S–788S.
  4. Mennella, J. A. y Beauchamp, G. K. “Experience with a flavor in mother’s milk modifies the infant’s acceptance of flavored cereal”. Dev Psychobiol 1999;35(3):197– 203. Mennella, J. A. et al. “Early milk feeding influences taste acceptance and liking during infancy”. Am J Clin Nutr 2009;90(suppl):780S–8S.
  5. Bourdieu, P. Distinction. A Social Critique of the Judgement of Taste. Cambridge: Harvard University Press, 1984.
  6. Marrone, Gianfranco. Semiotica del gusto, linguaggi della cucina, del cibo, della tavola. Mimesis: 2016
  7. Lévi-Strauss, Claude. Mythologiques. L’origines de manières de table. Paris: Plon, 1968.
  8. En México se denomina “milpa” al sistema agrícola tradicional conformado por un policultivo, que constituye un espacio dinámico de recursos genéticos. Su especie principal es el maíz, y se encuentra acompañada de otras especies, dependiendo de la región. En este sistema agrícola se aprovechan plantas que crecen de manera natural y especies que pueden llegar a afectar a los cultivos, como algunos insectos o el hongo “huitlacoche” de CONABIO. La milpa. Ciudad de México: Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, 2016. En: https://www.biodiversidad.gob.mx/diversidad/sistemas-productivos/milpa. Contenido: Mahelet Lozada Aranda y Alejandro Ponce Mendoza
  9. La piantata lombarda consistía en un terreno agrícola rectangular con los siguientes elementos: en los bordes, árboles de alto fuste con función de sostén de la vid para que sea máxima su exposición solar y poco su contacto con el suelo húmedo, árboles para leña y de frutales. Plantas como el sauce para realizar canastos y utensilios, rosas silvestres, moras, arbustos con pequeñas bayas en los bordes para las aves. En el centro se cultivaban cereales, hortalizas y pasto para el ganado.
  10. Spence, Charles. Gastrophysics: The New Science of Eating. Viking, 2017.
  11. Elias, Norbert. Über den prozess der zivilisation. Soziogenetische und psychogenetische untersuchungen. Erster band wandlungen des verhaltens in den weltlichen oberschichten des abendlandes. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1997 (1939).
  12. Mann, Anna. “Mixing methods, tasting fingers. Notes on an ethnographic experiment”. University of Amsterdam 2011 | HAU: Journal of Ethnographic Theory 1 (1): 221–243.
  13. Leonardi, Paolo y Paolucci, Claudio. “Livelli di senso, dal gustoso al saporito”. Senso e sensibile. Prospettive fra estetica e filosofia del linguaggio, E/C 17, 2012.