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Edición
Edición Digital
004

Historia(s) del azucar

Texto:
Facundo Olabarrieta
En colaboración con:
Imágenes:
Ana Reza
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004

Historia(s) del azucar

Texto:
Facundo Olabarrieta
En colaboración con:
Imágenes:
Ana Reza
Saccharum officinarum, la caña de azúcar. En manos del occidente, esta hierba tropical ha endeudado en una escala global a la sociedad a través de la creación de la esclavitud africana impulsada por la globalización, la mercantilización y la homogeneidad cultural. Tanto Sandor Katz como Sidney W. Mintz han establecido, en sus respectivas investigaciones, que el azúcar y sus estimulantes asociados también dieron lugar al dominio colonial, resultando en el actual sistema exportador de alimentos. Además, sugieren que la producción masiva de azúcar ha tenido serias implicaciones en donde hoy en día la mayoría de los consumidores que pueden elegir lo que comen, se encuentran desconectados del origen de sus alimentos.
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Saccharum officinarum, la caña de azúcar. En manos del occidente, esta hierba tropical ha endeudado en una escala global a la sociedad a través de la creación de la esclavitud africana impulsada por la globalización, la mercantilización y la homogeneidad cultural. Tanto Sandor Katz como Sidney W. Mintz han establecido, en sus respectivas investigaciones, que el azúcar y sus estimulantes asociados también dieron lugar al dominio colonial, resultando en el actual sistema exportador de alimentos. Además, sugieren que la producción masiva de azúcar ha tenido serias implicaciones en donde hoy en día la mayoría de los consumidores que pueden elegir lo que comen, se encuentran desconectados del origen de sus alimentos.

El azúcar, un ingrediente de origen asiático, comenzó a ser producido masivamente en América a partir del siglo XV. Un entramado que revela su vínculo con el inicio de una reestructuración global del comercio, enmarcada en la transición del feudalismo al capitalismo, utilizando principalmente mano de obra esclava africana y cuyo destino era ser consumido en Europa. Estas transiciones sistémicas, de paradigmas productivos y de ethos colectivos, también marcaron cambios profundos en los patrones alimentarios y de consumo de las sociedades implicadas. Parte de las razones que moldean nuestras dietas contemporáneas puede derivarse de una lectura atenta a la historia del azúcar, y en simultáneo mostrar la compleja interrelación entre historia, sociedad y alimentación de la que es solo un posible –aunque paradigmático– ejemplo.

Teniendo que empezar por algún lado, cualquier punto puede ser un buen principio, y cualquier principio la continuación de una narrativa más extensa: siempre puede encontrarse un eslabón más en la cadena que lo transforme en lo que, en el fondo, realmente es, algo en el medio de, atravesado y atravesando la vida, la historia, la singular y la múltiple, un punto de partida tan arbitrario como cualquier otro. Entonces, nuestro principio, en el medio de la historia: Cristóbal Colón lleva la primera planta de caña de azúcar a América, proveniente de las Islas Canarias –donde se dice que le fue obsequiada por una amante que, de paso, lo mantuvo varias semanas demorado en la isla–; el año es 1493.

La primera plantación de azúcar caribeña tiene lugar en la isla de Santo Domingo –el famoso primer asentamiento europeo en América, hoy capital de la República Dominicana– en el Mar Caribe. Desde ahí se extenderá a otras islas cercanas y a terreno continental en poco tiempo, transformándose en un producto cultivado y procesado en una escala masiva. Impulsado por el afán lucrativo europeo y por la capacidad de trabajo que generaba un constante caudal humano proveniente de África, que pronto fue parte esencial de un incipiente comercio global entrelazando la industria esclavista, la venta de manufacturas europeas y la producción de materia prima para la venta en la metrópolis.

Ahora, un salto hacia atrás, trazando los orígenes de la producción azucarera, una línea genealógica que desembocó en esa primera planta que desembarcó en el Caribe. El azúcar es el resultado de la extracción de la sacarosa presente naturalmente en ciertas especies vegetales –que la elaboran a partir de la fotosíntesis combinando dióxido de carbono y agua–. Históricamente, la planta asociada a la producción de azúcar es la caña, aunque a partir del siglo XIX comenzó a explotarse la remolacha con fines similares.

Esta última tiene la ventaja de poder ser producida en climas templados y los países del centro de Europa fueron sus primeros grandes productores.

La caña de azúcar fue probablemente domesticada hace alrededor de 10.000 años en la zona de la actual Nueva Guinea, y un par de miles de años después ya se encontraba en la India. Las primeras referencias escritas a algo parecido al azúcar –es decir, el resultado de un proceso de líquido a sólido, a partir de la extracción del líquido de la caña y luego su calentado para evaporar el líquido y concentrar la sacarosa, que cristaliza al llegar a la sobresaturación– datan recién del siglo V en un texto por el filósofo y traductor indio Buddhaghosa. La obra trata de un discurso religioso y filosófico en el que, por medio de analogías, se describe el proceso de hervido para obtener melaza.

Luego, a través de rutas comerciales llega primero a Oriente Medio y más tarde a Europa, pero es recién con los cruzados, en el siglo XI, cuando comienza la producción europea de azúcar –con la toma de Jerusalén (1099), por ejemplo, en donde los cruzados se hacen cargo de la supervisión de la producción–. También es llevada a algunos lugares de Italia –en el siglo XII Venecia se transforma en el centro distribuidor azucarero en Europa–, e introducida en España a través de la conquista y ocupación mora. Para el momento del desembarco de Colón en América, la producción en Europa, centrada alrededor del Mediterráneo, no alcanzaba a satisfacer el mercado y la demanda creciente de un producto que era considerado simultáneamente un lujo, una especia y una medicina, y pronto fue superada y suplantada por los centros azucareros de ultramar.

Procesos e industrialización

Los cultivos de caña destinados a producir azúcar son muy particulares. La caña requiere ser procesada inmediatamente tras ser cosechada y molida, ya que el jugo resultante se pudre rápidamente. A la labor vinculada a la agricultura debía sumársele, en el mismo lugar, un espacio más parecido a una fábrica, donde se hervía y estabilizaba el producto, dando lugar a una estructura híbrida que superponía características agrícolas e industriales, algo inédito para la época. Muchos autores proponen a los cultivos de azúcar en América como precursores de la industria capitalista, tanto por su manera de organizar el trabajo como por las grandes ganancias que significaron para las naciones europeas –principalmente, Gran Bretaña– que permitieron la “acumulación primaria” necesaria para la transición de paradigma productivo hacia uno de industrialización.

En relación con su impacto medioambiental, el cultivo de caña necesita cantidades ingentes de agua para el riego de los cultivos, mientras que estos erosionan y empobrecen el suelo en el que son cultivados. Esto explica en parte la constante expansión y búsqueda de nuevos territorios para el cultivo, trazando históricamente una línea que va de este a oeste, empezando en el Mediterráneo –o antes, en Arabia, o aún más atrás, y cada vez más al este, en Asia– y desembocando en el Nuevo Mundo. Necesitan también de mano de obra intensiva –inclusive hoy, la mayor parte de la zafra de caña a nivel mundial se sigue haciendo a mano.

Alimentación y poder

Un venado blanco herido con una flecha clavada en el flanco, que cabe dentro de una bandeja, y que, al arrancarle la flecha, derrama vino tinto por sangre: estamos en presencia de una “sutileza”, en medio de un banquete de la realeza europea, a principios del siglo XVI. Las sutilezas eran figuras hechas de azúcar que mezclado con frutos secos molidos, aceite y alguna goma vegetal formaba una pasta maleable y estable. Utilizadas como intervalos entre las distintas etapas de un banquete, y que replicaban figuras de la naturaleza y hasta pasajes religiosos o históricos. Además de su carácter estético y comestible, fueron cargando cada vez más un significado eminentemente político y simbólico, al ser utilizadas por los reyes y la nobleza como una manera de validar su poder, su jerarquía y de dar mensajes o advertencias públicas. Como dice Sidney Mintz: “El valor de los ingredientes y las grandes cantidades que se requerían restringieron en un principio estas prácticas al rey, la nobleza, los caballeros y la corte (…) Ser capaz de ofrecer a sus invitados un alimento tan atractivo, que también encarnaba la riqueza, el poder y el estatus del anfitrión, debe de haber representado un placer especial para el soberano. Al comer estos extraños símbolos de su poder, sus invitados hacían válido ese poder”.

Distintos alimentos, que varían a lo largo de la historia y de las sociedades, han cumplido con este rol de visibilizar las jerarquías o posiciones en el entramado social. Siguiendo a Pierre Bourdieu, puede postularse una relación entre el lugar que ocupan los individuos en el espacio social, vinculado a la posesión de diversos capitales (culturales, económicos, simbólicos, sociales) y sus gustos en relación con alimentos o ingredientes específicos. El azúcar, en este período, aún era un ingrediente exótico y caro, exclusivo de las clases altas, que podían pagarlo. Funcionaba así como un marcador de status, de distinción social.

A medida que el azúcar fue haciéndose gradualmente más barato y disponible, la costumbre de presentar “sutilezas” durante banquetes o fiestas fue extendiéndose a las clases adineradas y a los comerciantes, y de ahí continuó su expansión –cada vez con un poder simbólico más reducido– hacia las clases populares. Aún hoy quedan ecos de las sutilezas en las figuras y decoraciones que utilizamos en casamientos, cumpleaños y celebraciones.

Aun otra escena posible, desenredando el ovillo desde otro punto del Atlántico. Un barco, un gran barco llegando a una costa. Pero esta vez es un barco inglés, sí, vemos la bandera inflada por el viento, recortada contra el celeste del cielo. Es un “guineaman”: en su jerga, una embarcación de madera impulsada a remo que podía transportar entre 200 y 600 hombres. ¿Qué carga? Ron y telas; las maravillas de la manufactura europea. Carga algunos hombres, también, deseosos de hacer negocios. ¿Qué viene a buscar a estas costas lejanas? Esclavos. El pilar fundamental de las explotaciones en el Nuevo Mundo. Estamos en la “costa de los esclavos”, en el golfo de Guinea, dos siglos después de la llegada de Colón y el azúcar a América.

La producción de azúcar no hubiese podido desarrollarse como se desarrolló en la época colonial sin el afluente constante y masivo de esclavos africanos, cazados y comercializados como mercancía en contra de su voluntad. Los esclavos africanos funcionaron como base de fuerza de trabajo necesaria para la explotación en las plantaciones y mineras en América. Los primeros esclavos africanos llegaron a La Española –actual Haití y República Dominicana– en 1501, y el último barco esclavista desembarcó en Alabama en 1860. Se estima que en este período alrededor de 12,5 millones de personas fueron desplazadas de África a América.

Las personas vendidas como esclavos en las costas occidentales del África subsahariana solían pertenecer a tribus pequeñas que eran apresadas luego de conflictos bélicos –guerras y redadas– por tribus más poderosas para ser intercambiadas por bienes como ron o manufacturas europeas. Con el tiempo, la esclavitud pasó a ser una razón con peso específico para ir al conflicto más que una consecuencia de este, y profundizó las diferencias de los grupos humanos en el interior de África, socavando las posibilidades de una identidad cultural más amplia, además de tener graves consecuencias demográficas y económicas que marcaron profundamente el devenir de la historia del continente.

Si la esclavitud le dio la fuerza de trabajo necesaria para las explotaciones en América, el azúcar impulsó el comercio y financió energéticamente la revolución industrial, dando lugar, eventualmente, a las masas de obreros proletarios que se transformaron en los principales consumidores del azúcar americano, y que completaban, con su propia fuerza de trabajo puesta al servicio de la manufactura, ese famoso “triángulo de comercio” británico. Una última y sintética explicación de este circuito, a cargo de Sydney Mintz: “Millones de seres humanos eran tratados como mercancías. Para obtenerlos se embarcaban productos al África, por el poder de su mano de obra se creaba riqueza en América. La riqueza que creaban regresaba en su mayor parte a los ingleses; los productos que hacían eran consumidos en Gran Bretaña, y los bienes manufacturados por los británicos –ropa, herramientas, instrumentos de tortura– eran consumidos por los esclavos, quienes a su vez eran consumidos en la creación de riqueza”.

Podríamos entonces vincular al azúcar con distintos tipos de ejercicio del poder. Por un lado tenemos, a través de su consumo, al azúcar como vehículo de poder simbólico –el de las clases altas capaces de adquirirlo y ostentarlo–, y, en el otro extremo de la cadena, el de la producción. Vemos el vínculo con el poder concreto, directo, sobre los cuerpos y libertades de las personas utilizadas como esclavos que necesitó para su desarrollo.

Podemos encontrar vínculos entre la esclavitud y la producción de azúcar en fechas tan tempranas como el siglo XIV, en Europa –en las islas de Creta y Chipre–, e inclusive se puede vincular al desarrollo económico de potencias anteriores como el Imperio Romano con el uso extendido de esclavos –esenciales en sus explotaciones agrícolas–, pero es recién a partir de las explotaciones en América, y gracias a ellas, que se desarrolló la compra y venta de esclavos como una industria, lucrativa en sí misma, con una extensión y un alcance que la entrelazan profundamente con el devenir de la historia de las sociedades occidentales. Como dice Mark Bittman: “El impacto de la esclavitud difícilmente puede sobreestimarse. Lo que comenzó como un modo brutal de producir comida para los ricos ayudó a establecer un patrón de producción global de alimentos que se volvió la norma. Los alimentos ya no eran algo que cultivabas al lado de tu casa para alimentar a tu comunidad. Era producido en tierras lejanas, por medio de trabajo forzado, supervisado por desconocidos, y luego enviado en cantidades antes inimaginables para abastecer mercados enormes”.

Alimentación y cultura

Un cambio en la alimentación es también un cambio en la cultura, impulsado y entrelazado con transformaciones sociales y productivas que implican cambios históricamente significativos en las maneras de vivir, trabajar o disfrutar dentro de una sociedad, tanto como reorganizaciones en sus estructuras internas. El poder, lo simbólico, la producción y la dieta de una sociedad se relacionan unos con otros constantemente.

Nuestros antecesores prepaleolíticos eran principalmente vegetarianos. La transición al omnivorismo, hace 2.500.000 años –es decir, la incorporación del consumo de carne, y la organización subsecuente que requería la caza de animales– implicó una mayor socialización del alimento, con roles bien definidos a la hora de obtenerlo, procesarlo y distribuirlo. Es la era de los cazadores-recolectores, que continuó hasta hace aproximadamente 10.000 años, cuando, tras una serie de cambios climáticos globales –fin de la era glaciar, avance de los bosques sobre las llanuras, extinción de especies– los humanos comenzaron a “domesticar” otras especies, vegetales y animales. En pocas palabras, es el inicio de la agricultura –y del auge de los cereales– y de la ganadería –que incluye el ordeñe de animales, dando surgimiento a nuevos alimentos como quesos y yogures–. Esta segunda transición profundizó las jerarquías y la organización social, con el desarrollo de asentamientos más populosos, el abandono de la cultura nómade y la posibilidad de producir y acumular alimentos, dando lugar a distintas maneras –desiguales– de distribuirlo. Se tiende a considerar que las culturas paleolíticas eran igualitarias, con mínimas distinciones jerárquicas y una distribución solidaria de los bienes y alimentos. En cambio, se vincula la aparición de la agricultura con una estratificación social más acentuada, la creación de nuevos oficios –ya que no todas las personas necesitaban estar involucradas en la obtención de alimentos– y el surgimiento de la propiedad privada.

La tercera y última transición alimentaria comienza en la era colonial, con esa primera planta que Colón desembarca en América. La era del azúcar es también la era de la esclavitud como industria, de circuitos globales cada vez más amplios de producción y distribución de alimentos, del desarrollo del capitalismo y aparición del proletariado, del crecimiento de la agroindustria y la cultura del fast food y de los supermercados, entre otras tantas cosas. Entre la primera taza de té con azúcar que tomó un obrero inglés y la manera en que actualmente la sociedad occidental redefinió su manera de vincularse con el alimento, con el trabajo y con el ocio, hay conexiones históricamente trazables, que desembocan –entre otras cosas– en la que el sociólogo francés Claude Fischler dio en llamar “gastro-anomia”. Un juego de palabras que se sirve de la “anomia” durkheimiana y que hace referencia a la “falta de forma” en nuestra alimentación actual, a la pérdida de rituales y de cultura comensal en nuestras comidas, a la flexibilización de las normas colectivas a la hora de alimentarnos. En las sociedades occidentales contemporáneas predomina una pauta alimentaria de “picoteo”, el comer a todas horas, muchas veces mientras trabajamos o estudiamos, tal vez frente a una computadora, o mientras nos relajamos –por ejemplo, frente al televisor–. Estas pautas alimentarias están regidas por lógicas más individualistas: comé exactamente lo que querés, en el momento que te quede mejor. Está lógica, impulsada por los mensajes de la publicidad y por la presión constante del mercado por generar nuevas necesidades y nichos, deja de lado las pautas colectivas más tradicionales alrededor de la alimentación. Cada vez comemos más solos, no solo –generalmente– alimentos nutricionalmente pobres, también menos regidos por el encuentro social, por el compartir.

Como explica Patricia Aguirre –referente nacional en antropología alimentaria–: “La norma de nuestro tiempo es comer solos, productos desconocidos (en su origen), en envase individual y a todas horas. Esta crisis alimentaria es producto y productora de relaciones sociales y tiene consecuencias sanitarias, pero también ecológicas, sociales, políticas y demográficas”. Si bien esta “crisis de la comensalidad” no es una consecuencia sola del aumento en la producción de azúcar, algunos de los factores que impulsaron su crecimiento y que llevaron a su temprano consumo masivo están muy emparentados con los que actualmente desembocaron en la cultura del supermercado y los ultraprocesados, la anteceden y prefiguran. Por ejemplo, la necesidad de ajustar los horarios de alimentación a los de la jornada laboral, la presión por comer más fuera de casa y por alimentarse rápido, barato y obteniendo energía fácilmente procesable por el organismo –necesaria para continuar trabajando–. Desde el punto de vista de los productores, el interés por generar y ampliar el mercado disponible, que implica, en última instancia, tratar a los productos como mercancías y no como alimento, se extiende como lógica productiva hasta los grandes “holdings” que dominan la producción y distribución de alimentos hoy en día.

Analizar la historia del azúcar es leer entre líneas los cambios de paradigma económico y social que llevaron de un tipo de sociedad a otra, de la que formamos parte, con su propia comprensión del individuo, del trabajo, del tiempo y la alimentación. Entender un poco más profundamente la historia es entender con algo más de claridad el presente en el que estamos inmersos, y ser capaces de cuestionarlo. 🐟

Bibliografía
  • Aguirre, P. (2020). Alimentarse, cocinar, compartir. Una breve historia social de la comida. Metode Science Studies Journal.
  • Mintz, S. (1985). Dulzura y Poder. Viking Penguin.
  • Fishcker, C. (1990). El (H)omnívoro. Ode Jacob.
  • Marx, K. (1867). El Capital. Friedrich Engels.
  • Bourdieu, P. (1979). La distinción: criterio y bases sociales del gusto. Alfaguara.
  • Bittman, M. (2021). Animal, Vegetable, Junk. Mariner Books.