Oda a la Pastelería

Oda a la Pastelería
No cocinamos cosas dulces para sobrevivir o simplemente nutrirnos. Es un regalo, es conexión, generosidad, alegría. Un elixir de placer superpoderoso – Nat Paull, Beatrix Bakes, Melbourne, Australia.
De chica, muy chica, cuando mis papás me leían cuentos, había uno en particular que era mi favorito. No recuerdo para nada la historia exacta y nunca pude volver a leerlo, porque está en hebreo, pero jamás me olvidé de las tortas. Se llama “Papá me da vergüenza”, del escritor israelí Meir Shalevy, y trata sobre un niño a quien cuida su papá mientras su mamá trabaja: lo lleva al cine con amigos, al jardín en bici y a la pileta. El embrollo sucede cuando llega la fecha del concurso de pastelería en el jardín. Todos tienen que llevar dulces para comer, para que la maestra los pruebe y elija el mejor. Sin alternativa, nuestro padre protagonista se pasa toda la noche haciendo una torta.
Cuando llega al jardín, en una página que se quedó grabada por siempre en mi cabeza, nos muestran una variedad de dulces distintos: muffins con crema de manteca, torre de eclairs con cubierta de azúcar de colores, baklava; y la suya, una rueda marrón muy poco apetecible. La maestra empieza a cortar todos los dulces y a probarlos, pero, cuando llega a la rueda en cuestión, papá protagonista agarra el cuchillo para cortarla con sus propias manos. Cuando hace el primer corte empiezan a brotar de adentro flores de azúcar, salsa de caramelo, merengue rosa y blanco, frutillas, ¡de todo! Obviamente, gana, el niño está orgulloso de su padre y son felices para siempre. La sorpresa y celebración de tener algo tan majestuoso en frente me quedó para siempre. El poder de una gran torta.
Existe esta idea de que saber hacer postres no es cocinar. Los fuegos son el gran premio, uno que se gana el más viril. El conocimiento normativo dentro de una cocina es el de la comida salada, elijo creer que es porque todos cocinamos para nutrirnos, para conservar los alimentos, para sobrevivir. Lo dulce tiene como función única y exclusiva la indulgencia.
¿Cuándo comemos tortas? En cumpleaños, fiestas de 15, casamientos y aniversarios. ¿Y cuándo comemos postre? Mucha gente come fruta en su casa, pero postre, de verdad, en mayúsculas y con todas las letras, solo en ocasiones especiales. Cuando salimos a comer o cuando “nos lo permitimos”. Lo dulce está ligado al fruto prohibido. Yo culpo, entre otras cosas, a la cultura de la delgadez y la dieta: la demonización de los azúcares, las harinas y las grasas. Si bien este es un tema aparte que no nos compete en esta nota en particular, ayuda un poco al punto al que quiero llegar: quienes hacemos pastelería tenemos en nuestras manos la enorme responsabilidad de que ese pequeño bocado dulce le haga justicia al antojo.
Lo sorprendente fue que gracias a los fuegos me enamoré de la pastelería. Desde que decidí dedicarme a la cocina, entendí que me gusta el trabajo en restaurante. Soy bicho de adrenalina: me gusta la concentración, la velocidad y la maximización del tiempo con el que trabajamos. Y el servicio... amo el servicio. Emplatar, cortar, cantar comandas, ver la maquinita funcionando aceitada. Me gusta emperrarme y salir de ese empecinamiento. Me gusta terminar, tomarme una copa de vino, y al otro día hacer todo de nuevo. Quienes trabajamos en la cocina somos un poco adictos a la adrenalina, y quien diga que no, que tire la primera piedra.
En esos comienzos lo único que quería era trabajar con fuegos, pero siempre entraba directo en la plaza de postres— pues mujer es fina, delicada y agraciada. Viendo esta realidad como único horizonte en mi vida, le agarré bronca a la pastelería: el único conocimiento que estaba adquiriendo era el de no-cocinera, pastelera. Llegué a pensar que llevaba un cartel bien grande en mi frente que decía: “Esta chica nunca va a poder trabajar en fuegos”.
Un día, después de pasar por las plazas frías y dulces de un puñado de restaurantes en la Argentina y Australia, me confiaron los fuegos en Alo’s, el primer lugar que se puso mi formación al hombro. En esa plaza salada entendí que todo mi tiempo de formación como pastelera no había sido en vano, sino que había aprendido conocimientos que pocos tienen. Me habían hecho cocinera, con todas las letras, y una muy buena. Solo le había agarrado bronca por culpa de preconceptos impuestos por jefes de cocina violentos, machistas y, sobre todo, anclados en una tradición clásica que caducó hace tiempo. Dejé de pelear con la pastelería, empecé a respetarla y prestarle atención.
La pastelería me cautivó para siempre por los conocimientos que requiere y por su ocasión de consumo. Seamos honestos: cocinamos para dar placer. La tarea no es mezclar ingredientes para crear un plato balanceado, sino para que el resultado final sea rico. Encontrar un buen pastelero o pastelera es una de las tareas más difíciles cuando se tiene un restaurante. Más allá de que seamos pocos y estemos escondidos, para hacer preparaciones dulces se necesita una técnica única: conocimiento único sobre la composición química de los alimentos, sensibilidad extrema frente a las temperaturas, obsesión desmedida por el orden y la limpieza (a nadie le gusta estar rodeado de pegotes), un ojo estético hiperdesarrollado, y un respeto hermoso por el producto y la materia prima. En general, trabajamos con productos caros y somos muy celosos de ellos, nos guardamos nuestro chocolate, nuestra vaina de vainilla, nuestro termómetro y nuestra tabla. Escondemos la crema que nos gusta y pedimos nuestras leches y huevos especiales, porque son las bases de nuestras estructuras aunque parezcan lo más básico y simple del mundo.
Nuestro trabajo, desde las cocinas de la nobleza europea hace 500 años hasta los restaurantes de ahora, no pasa por la nutrición. La función de la pastelería es complacer. No son tantas las veces que se eligen nuestros productos, así que tenemos que hacer que cada encuentro sea memorable. Exprimirle el jugo a la ocasión, ese es el gran desafío. 🐟