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Plantas fantásticas y dónde encontrarlas: la botánica que comemos

Joaquín Ais y Pablo Moroni son los biólogos detrás de la dinámica plataforma educativa CORNUCOPIA, que explora la vinculación entre Ciencia y Gastronomía.
Texto:
Cornucopia – Joaquín Ais & Pablo Moroni
En colaboración con:
Imágenes:
Marcos Montiel
Joaquín Ais y Pablo Moroni son los biólogos detrás de la dinámica plataforma educativa CORNUCOPIA, que explora la vinculación entre Ciencia y Gastronomía.
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Plantas fantásticas y dónde encontrarlas: la botánica que comemos

Texto:
Cornucopia – Joaquín Ais & Pablo Moroni
En colaboración con:
Imágenes:
Marcos Montiel
El coco, la semilla más grande del mundo, es capaz de flotar y hacer viajes transatlánticos. Al morder el corazón de un higo, masticamos cientos de avispas que allí iniciaron y finalizaron su vida como polinizadores. Cada planta comestible, a través de su diseño y composición, puede contar la historia de un fascinante viaje –solo es necesario detenerse a contemplar–. Joaquín Ais y Pablo Moroni son los biólogos detrás de la dinámica plataforma educativa CORNUCOPIA, que explora la vinculación entre Ciencia y Gastronomía.
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El coco, la semilla más grande del mundo, es capaz de flotar y hacer viajes transatlánticos. Al morder el corazón de un higo, masticamos cientos de avispas que allí iniciaron y finalizaron su vida como polinizadores. Cada planta comestible, a través de su diseño y composición, puede contar la historia de un fascinante viaje –solo es necesario detenerse a contemplar–. Joaquín Ais y Pablo Moroni son los biólogos detrás de la dinámica plataforma educativa CORNUCOPIA, que explora la vinculación entre Ciencia y Gastronomía.

Si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas - Carolus Linnæus, Philosophia Botanica. 1751

Combatimos contra un reduccionismo visual que relega las plantas que nos rodean a un fondo borroso. En nuestras cocinas, los productos del reino vegetal son “brotes”, “frutas”, “verdes” o “verduras”. No le prestamos demasiada atención a la especie o al órgano de la planta que consumimos –¿quién se escandaliza si en lugar de la raíz ofrecida en el menú le sirven un tallo subterráneo?–. Transitar las andanzas del plan corporal vegetal nos sitúa en un mundo de desolación, una infinidad de (inadvertidos) desaciertos.

Somos, por naturaleza, un animal clasificador; nuestra existencia depende en gran medida de la capacidad que tenemos para distinguir similitudes y diferencias1. A pesar de tal virtud, nuestra perspectiva centrada en los animales nos impide contemplar las plantas tal como son –un preocupante desenfreno si consideramos que el reino vegetal garantiza la vida sobre la faz de la Tierra–. El concepto de ceguera de las plantas2 denota la dificultad que poseemos para percibir las especies de plantas que forman parte de nuestro entorno. Esta condición constituye una fuente significativa de negligencias hacia los ecosistemas: si no somos capaces de reconocer que las plantas son mucho más que el fondo verde en el teatro de la vida, probablemente tampoco nos interesemos por las políticas de conservación de la biodiversidad vegetal. Resulta necesario, entonces, reflexionar sobre esta limitación a santo de aumentar la conciencia por el cuidado de la vida en la Tierra. En este marco, ¿qué historias deberíamos contar en el afán de equilibrar la balanza hacia el lado verde de la vida? No lo sabemos con certeza; sin embargo, podemos eludir por un momento las manifestaciones del reino animal para sumergirnos en el enigmático mundo de las plantas. En particular, en una de las más encantadoras series temporales de la naturaleza: la tríada conformada por la flor, el fruto y la semilla.

Hablar de plantas suele (mal)interpretarse como una invitación a la quietud, a lo estático. Es en una de las obras en las el dramaturgo belga Maurice Maeterlinck aborda la vida de la naturaleza que encontramos quizá la primera y más detenida reflexión al respecto: “Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada”3. En la odisea de sobrevivir en su condición inmóvil y expuesta, las plantas ganan todos los concursos de diseño e ingenio: aportan aroma, color y sabor, dan sombra y dispensan frutos; constituyen un perfecto entramado de alimento y placer. Donde quiera que nos encontremos estamos acompañados de plantas con flor; árboles, arbustos, palmeras y jardines, campos dorados de maíz y trigo, frutos y hortalizas, los brillantes destellos de color en las florerías, los matices del cine y la literatura. Ahora bien, ¿cómo es que alcanzaron esta hegemonía universal y se diversificaron hasta niveles tan espectaculares? Lo consiguieron a través de la belleza de su flor, el punto de partida para esta tríada.

I — Las flores del (mal) bien

Antes de que prosperara la primera planta con flor, el mundo ostentaba grandes bosques de coníferas y helechos arborescentes. Nada mal para retratar un verde paisaje, pero qué angustioso vacío el pensar en un mundo sin flores. En la embriaguez de los perfumes, y ataviadas con vestidos de colores armoniosos, las flores se emperifollan para encantar al polinizador: abejorro, abeja, mosca, mariposa o polilla. La flor constituye el primer acto de rebeldía contra la inmovilidad en el libertario camino de las plantas hacia el desplazamiento, evadiendo así la porción de tierra en que el destino las ancla. Es un espectáculo sin igual, “un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad”4. ¡Las plantas se mueven!

¿Quién puede imaginar una confluencia más perfecta de diseño, función y belleza que la representada por una flor? La danza de los sépalos, pétalos, estambres y pistilos en las fragantes y coloridas primaveras no son más que estrategias para llamar la atención con silenciosa insistencia. Una orquesta de polinizadores responde al espectáculo, esparciendo el polen a los extasiados gineceos en donde los óvulos, luego de la fecundación, se transformarán en semillas. Esto es, por sobre todas las virtudes florales, el quid de la cuestión. La flor encarna la morada original de la vida futura que, en virtud de su inteligencia, construye la nave nodriza que garantizará la dispersión de las semillas para la incesante conquista de nuevos territorios.

II — La consagración de la primavera

Al revés de lo que sucede con el reino animal, el primer y peor enemigo de los vástagos es el tronco materno. La planta madre, enraizada en un punto del espacio, está destinada a matar de hambre o ahogar a las pequeñas plántulas que intenten germinar en la miseria de su sombra. Aquí es donde se atomiza la maravilla del fruto: somos testigos nuevamente del esfuerzo vegetal por sacudir el yugo y conquistar el movimiento. Sucede que el fruto, la segunda entrega de esta tríada, deriva de las paredes de la delicada morada que circunscribe el gineceo, aquella minúscula vasija emplazada en el corazón mismo de la flor. Tras la fecundación, los muros del gineceo comienzan a crecer y se transforman en un objeto capaz de volar, flotar, abrojarse al transeúnte de turno, o consolidarse como la fuente de energía ideal.

Los frutos que desarrollan pulpa –limón, durazno, pepino, tomate, entre otros– constituyen golosinas perfectas, vistosamente presentadas con colores brillantes, aromas que embriagan, texturas permisivas y sabores incomparables. Este crisol de sensaciones cifra el ineludible signo de la maduración,  un lenguaje familiar debido a que los frutos inmaduros –con semillas todavía gestándose dentro– suelen ser amargos, correosos y verdes. Queda claro que aún no es el momento de consumirlos. Cuando las semillas están listas para emanciparse de la planta madre, estos frutos sufren una serie de irresistibles transformaciones que logran conquistar nuestro deseo: cuerpos carnosos repletos de agua azucarada, la perfecta conciliación entre lo ácido y lo dulce, una explosión de color y aromas que logran hacernos palpitar la primavera con una simple brisa.

Resulta imposible negarse a este frutal encanto de la naturaleza; es que “la sangre dulce que en la lengua estalla al oprimir la carne de una fruta es la palabra viva y absoluta en que cada [planta] su virtud ensaya”5. Nada tan asépticamente presentado ni tan bien envuelto como un fruto, “sometid(o) a la prueba de mercado de millones de años de selección natural”6. ¡El corazón de la flor moldeado exclusivamente para el consumo animal!

III — La(s) bella(s) durmiente(s)

Bienvenidxs al mundo de las semillas, esas pequeñas estructuras que dan sentido a cada uno de los esfuerzos de la vida vegetal. Ponemos un grano en la tierra, como si enterráramos un muerto, y renace una planta que a su vez da granos. Es fácil imaginar cómo esta sucesión representó, desde las primeras civilizaciones, los misterios de la vida y el ciclo permanente de las estaciones. Hay, en la  semilla, una imperiosa y trascendental necesidad de perpetuarse en el espacio y el tiempo, de (re)iniciar el ciclo tantas veces como sea posible.

En el mejor de los escenarios, el vehículo frutal ha conseguido que la diminuta semilla encuentre su lugar en el mundo. Esperando la luz y la lluvia para cosechar primaveras, las semillas albergan embriones: plántulas con todas sus partecitas ya formadas que aguardan, latentes, el momento para desperezarse y comenzar a transitar el eterno coqueteo con el sol. Ahora bien, ¿cómo es que un delicado vástago puede sobrevivir a las dificultades de la vida? Es gracias a la planta madre que, en virtud de su talento, garantiza un escudo de procesos físico-químicos capaces de evitar que aquella vida futura sea presa fácil de cualquier animal o microorganismo. Por otro lado, en el afán de alentar los primeros y tortuosos pasos de la nueva vida, los retoños son (casi siempre) provistos de un suculento paquete de energía concentrada, ese banco de calorías en extremo importante para nuestras dietas.

Sin lugar a dudas, las semillas constituyen el grueso de nuestra alimentación: arroz, legumbres, maíz y trigo. Pero resulta necesario considerar, también, cómo las semillas se encuentran en el centro de nuestro entramado social. Como bien observó el excelso escritor gastronómico Harold McGee, “diez mil turbulentos años de civilización se han desplegado a partir del pálido reposo de la semilla”7.  No es necesario mirar más lejos de la agricultura: desde las primeras sociedades humanas, las semillas dieron “la nutrición y la inspiración para empezar a moldear la naturaleza adaptándola a sus necesidades”8. No solo se generó la necesidad de gestionar y supervisar provisiones, sino que también surgió un aumento de población ligado a un cierto grado de comodidad agrícola –relativo, pero infinitamente preferible a los peligros de la vida nómada que precedió a los asentamientos comunales–. La sumatoria de beneficios implicó, indefectiblemente, un aumento significativo en la tradición, la experiencia y las raíces culturales. No en vano, la palabra cultura se aplica tanto al desarrollo intelectual como al laboreo de la tierra.

— EPÍLOGO

La diversidad vegetal que alberga la Tierra tiene la capacidad de abrumarnos con su encanto. Los estándares de biodiversidad estiman que existen alrededor de 374.000 especies de plantas9, ¡con cifras que se encuentran en constante aumento! Aun cuando lxs humanxs hemos probado muchas de estas plantas como alimento, solo una ínfima proporción se utiliza actualmente como base de nuestra dieta. Por otro lado, la población crece a un ritmo que, certeramente, resulta imposible de soportar para un mundo en el que el daño ambiental y la tasa de extinción de las especies vegetales crecen a escalas angustiosas. En este marco es imperioso el esfuerzo colectivo por empatizar activamente con el reino vegetal: “Si hubiésemos desplegado en levantar diversas necesidades que nos abruman, por ejemplo las del dolor, de la vejez y de la muerte, la mitad de la energía que ha desplegado tal o cual pequeña flor de nuestros jardines, es de creer que nuestra suerte sería muy diferente de lo que es”10.

Conservar la biodiversidad será uno de los desafíos más cruciales para la humanidad en las próximas décadas, uno que no se tratará exclusivamente de reparar la deuda ambiental que tenemos. Entonces, es preciso (re)conectarnos con el ecosistema que conformamos. Podemos comenzar desde nuestras cocinas; la creatividad puede volar mucho más alto si tenemos en cuenta los vastos paisajes que representan la botánica que comemos. 🐟

Bibliografía
  1. Raven, Peter H., et al. “The Origins of Taxonomy.” Science, vol. 174, no. 4015, 1971, pp. 1210–1213.
  2. Wandersee J.H. & Schussler, E.E. Preventing plant blindness. Am. Biol. Teach. 61, 82–86. 1999
  3. Maeterlinck, Maurice. La inteligencia de las flores. Buenos Aires: Interzona, 2015.
  4. Maeterlinck, M. Ob. cit.