Quesos artesanales: la importancia del nombre propio
Quesos artesanales: la importancia del nombre propio
El queso es un producto que representa su lugar en el mundo como pocos otros. Cada estilo y variedad expresa en su textura y sabor el clima de una geografía, el tipo de pasto que comen los animales de los que se obtendrá la leche, el modo de comer y de pensar de una cultura. La llegada del queso a la Argentina se remonta a varios siglos, un recorrido que arranca en Europa y, luego de atravesar el Atlántico, llega a los puertos de América.
Mirando las estadísticas, se puede decir que los argentinos somos grandes amantes de los quesos. Con 12 kilogramos per cápita, somos el país de Latinoamérica que más queso consume. Somos también el quinto productor del planeta, elaborando a nivel país más de 550 mil toneladas al año. Cifras impresionantes que esconden una paradoja: más allá de los altos números, nuestro país recién está comenzando a esbozar una verdadera identidad quesera.
Hasta ahora, el gran volumen de queso en Argentina se reduce a unas pocas grandes empresas que producen un puñado de estilos: quesos cremosos, port salut, mozzarella pizzera, tybo en barra, sardos y reggianitos. Quesos commodities que priorizan rindes y volúmenes por sobre calidad y personalidad. Modificar esto llevará muchos años, siendo antes necesarios cambios de conducta en los consumidores, que acepten sabores más extremos y personales a precios más altos. Pero a este enorme Goliat de la industria se le enfrenta una contraofensiva creciente de pequeños productores arraigados a sus tierras e historias familiares, trabajando con animales propios y produciendo quesos que, finalmente, expresan un terruño argentino en su sabor y su nombre.
Ventimiglia. Cipolletti, Río Negro
“Está la industria, que hace cualquier cantidad de litros con un producto estandarizado; y estamos los pequeños productores”, afirma Mauricio Couly, cocinero devenido en uno de los maestros queseros más reconocidos de Argentina, a través de Ventimiglia. La quesería eligió tomar una determinación ideológica: sus quesos no copian los nombres de afuera –no elaboran brie, camembert o parmesano–, sino que inventan sus propios términos. Un modo de decir que, más allá de técnicas y recetas similares, son quesos criados y nacidos en Río Negro. “Por suerte empieza a haber cada vez más gente ligada a lo pequeño y lo artesanal. Pero todavía nos falta mucho: nos falta eso que sucede en Europa, donde podés encontrarte con producciones artesanales a gran escala. Esa diversidad y potencia permite que en esos países existan muchos más quesos que acá. Y un poco de esa filosofía es la que intento traer a lo que elaboramos nosotros”, cuenta Couly.
La lista de productos Ventimiglia es extensa y maravillosa: el Gascony de cabra, el 4 Esquinas, el Tres Leches Dolce (tan cremoso que se sirve a cucharadas), el Blue Couly, el Saint Maureen, entre otros. Uno de sus íconos es su Patagonzola, una marca registrada y buscada por sus fieles comensales. “La gente se volvió loca con el Patagonzola, es como una droga. Es un queso complejo, de 30% leche de oveja y resto de vaca Jersey, en hormas de cinco kilos que maduran entre 60 y 90 días. Este queso varía según la leche que usamos en cada estación del año. Nos inspiramos en el famoso gorgonzola, pero no es igual. Su sabor está entre lo dulce, lo cremoso, lo picante y lo firme. Yo creo que este tema de los nombres en un momento va a cambiar, si no todos seguimos haciendo siempre lo mismo”, dice Couly.
Juan Grande. Lincoln, Buenos Aires
A la hora de pensar en qué queso nos gusta consumir a los argentinos, el cremoso toma siempre un papel protagónico. Es el clásico del queso y dulce, usado también en empanadas, tartas y pizzas (con la fugazzeta como ejemplo emblemático). Tal vez por la exigencia de la popularidad, en los últimos años se fue convirtiendo en un queso económico y húmedo, con poca personalidad. Pero hay excepciones. Y una de las mejores es el ya icónico cuartirolo que elabora Juan Grande, un tambo que lleva seis generaciones familiares a cargo y que, desde 2003, suma también una quesería artesanal. “Empecé la quesería hace 18 años, sabiendo que detrás contaba con el tambo de mi padre, un verdadero fanático de la calidad de la leche. Y esa es la base de todo buen queso. Para nuestra producción, seleccionamos lo mejor. Un ejemplo: el código alimentario permite leches con menos de 100.000 bacterias, pero la que usamos nosotros tiene menos de 5.000. Es que en el queso sucede lo mismo que en la gastronomía: no vas a tener nunca un producto final que sea mejor a la materia prima con la que comenzaste”, explica Ignacio Hardoy, que está a cargo de esta marca.
Desde que Ignacio llegó a Juan Grande, la empresa comenzó trabajos sobre el suelo para lograr una producción orgánica. “Hoy estamos en transición agroecológica –cuenta Hardoy–, de a poco se va generando la nueva vida radicular y la recuperación es impresionante”. Con esos pastos, con plantaciones de maíz variedad (no híbrido) y usando menos de un 10% de alimento balanceado (un mix de cereales diseñado para mejorar la eficiencia en la producción), Juan Grande obtiene la leche que luego da vida a quesos como su reconocido halloumi o el feta de estilo griego. “El camino de los quesos actual apunta a la diversidad. Es como con el vino: en los años 80 todos bebían las mismas cinco etiquetas, ahora hay miles disponibles”. El cuartirolo que elabora Ignacio remite fuertemente a la mesa familiar argentina: “El queso mantecoso o cremoso en Argentina se convirtió en un queso de batalla, que se le da rinde falso para abaratar su precio. Nosotros volvimos a ese queso de antes, al que se comía hace 40 años, investigando sobre la receta”. Si bien existe el quartirolo italiano, el argentino ya se ganó su propia categoría. “Es verdad: la inspiración viene de afuera, pero luego hay mucha prueba y error buscando nuestro sabor original. Trabajamos con Mariana Andrade, técnica superior en alimentos, que está detrás de la calidad y el desarrollo del cuartirolo. Para nosotros, este queso es como un inmigrante italiano nacionalizado argentino por adopción. En su sabor se nota el agua que usamos y los pastos de nuestra zona. La leche de nuestras vacas es distinta a la de Córdoba o Entre Ríos, eso es lo maravilloso de este rubro”. Probar el cuartirolo es un viaje de ida a sabores que se creían olvidados. De textura firme, puede estar fuera de la heladera y mantiene igual su forma. El sabor es lácteo, suave y equilibrado. “Lo mejor es comerlo no tan frío, para poder percibir todo su perfume y aromas”, aconseja.
La Suerte. Lincoln, Buenos Aires
Tal vez el mejor ejemplo de un queso cuyo nombre remite a su origen es el Lincoln que elabora La Suerte en la localidad homónima, en la provincia de Buenos Aires. Una historia que arranca a principios de siglo pasado, con la llegada de la familia Laclau –vascos franceses– al país. “Mi bisabuelo no tuvo educación, pero mi abuelo ya fue ingeniero agrónomo y así empezaron el trabajo en el campo. Y se hicieron fuertes en la zona de Lincoln”, cuenta Pedro Laclau. “Mi padre siguió con el trabajo y él era amante de los quesos. En 1986 empezamos con los tambos”. Pedro comenzó en La Suerte en 1989, y en el año 2000, junto con su tío y experimentado quesero Pablo Battro, dieron vida a este proyecto que pronto se convirtió en uno de los más importantes del país. “Pablo tenía una visión: si tenés un buen producto, tarde o temprano va a funcionar. No fue fácil, pero lo logramos. Él quería elaborar quesos que compitan con cualquiera de Europa. Empezamos con un queso Chubut, luego un 5 Esquinas que inventó en función de nuestro terruño. Eso nos llevó a trabajar sobre la calidad de leche, a empezar a diseñar un tambo especial para la fábrica, más chico que los otros que teníamos; también a atender mejor a las vacas, con más cuidados y limpieza”, cuenta.
Para Pedro, a los argentinos les falta cultura quesera. “Los quesos responden a procesos biológicos que podés conducir pero no detener ni manejar a capricho. El queso te lo hacen las bacterias, los fermentos que le ponés a la leche y también los bichos que vienen del campo. En la industria matan todo lo de afuera para empezar de cero, olvidándose del lugar donde están. Dentro del mundo artesanal, nosotros sentimos que no competimos con el resto, sino que al revés, nos acompañamos. Tenemos mucho por crecer. Entre todos no representamos siquiera el 1% de la producción. Nuestro Lincoln es un queso suave, semiduro, pero con mucho sabor. Uno de esos quesos que no podés parar de comer. Y lleva ese nombre porque es parte de una mirada por convertir a Lincoln en una gran cuenca lechera de quesos artesanales. Es un camino largo, pero si miro a esta región en 20 años creo que será reconocida por esto”. El mismo camino que comenzó hace miles de años en otro continente y con otras historias a sus espaldas, hoy se encuentra entre el pequeño productor y el consumidor. 🐟