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Fermentación y relatos para el futuro

Liquen. Foto: Alexey Melechin, Unsplash.
Texto:
Facundo Olabarrieta
En colaboración con:
Imágenes:
Alexey Melechin, FoodCraftLab, Sandy Millar y Patrick Perkins
Liquen. Foto: Alexey Melechin, Unsplash.
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Fermentación y relatos para el futuro

Texto:
Facundo Olabarrieta
En colaboración con:
Imágenes:
Alexey Melechin, FoodCraftLab, Sandy Millar y Patrick Perkins
¿Puede ser la fermentación un punto de partida para pensar otras formas de habitar el mundo? ¿Podemos, observándola, plantear soluciones para los desafíos del presente y el futuro próximo? ¿Cómo pueden ser estos procesos microscópicos ejemplo de una vida más comunitaria?
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  1. Liquen. Foto: Alexey Melechin
  2. Arroz inoculado con koji (Aspergillus oryzae). Foto: FoodCraftLab
  3. Microorganismos descomponiendo un alimento. Foto: Sandy Millar
  4. Superficie mohosa en detalle. Foto: Patrick Perkins

Facundo Olabarrieta es cocinero y escritor. Aborda la gastronomía en su cruce con la cultura, la historia y la ecología. Tras varios años en los que pasó por diferentes cocinas, se dedica actualmente a la asesoría y el desarrollo de proyectos gastronómicos. Es diplomado en Innovación y Desarrollo Gastronómico por la UBP.

¿Puede ser la fermentación un punto de partida para pensar otras formas de habitar el mundo? ¿Podemos, observándola, plantear soluciones para los desafíos del presente y el futuro próximo? ¿Cómo pueden ser estos procesos microscópicos ejemplo de una vida más comunitaria?

La transformación de un alimento en otro a partir de la acción de ciertos microorganismos: esa es una posible y muy general definición de la fermentación. Todos estamos familiarizados con productos fermentados: desde el pan, el vino o el queso hasta la salsa de soja, el tempeh y el kimchi. La fermentación está presente en todas las sociedades humanas de innumerables maneras, involucrando una gran variedad de microorganismos distintos dependiendo del caso. Cada población humana teje sus redes vinculares específicas, su historia de coevolución1 singular con distintas comunidades microbianas y de distintas maneras.

Al fermentar definimos ciertos parámetros, modificamos ciertas variables, con la intención de generar el marco ideal para la proliferación de un tipo o espectro de microorganismos. Les damos una ventaja comparativa en relación a sus posibles competidores, un ambiente en el que pueden desarrollarse, y a cambio nos beneficiamos del resultado de sus procesos y ciclos de vida. Estos microorganismos pueden ser hongos, levaduras, bacterias o, muchas veces, una combinación de distintas especies y tipos en un solo fermento. Así, por ejemplo, cuando introducimos vegetales en un frasco y los cubrimos con salmuera generamos el contexto ideal para el desarrollo de lactobacilos –estamos seleccionando esa población microbiana por sobre otras–. Estas bacterias consumen azúcar y liberan ácido láctico como subproducto de su acción metabólica, acidificando su ambiente e impidiendo que otros microorganismos prosperen. En una kombucha, en cambio, tenemos otras bacterias actuando en conjunto con levaduras, en una relación simbiótica: las levaduras descomponen el azúcar en alcohol y las bacterias transforman el alcohol en ácido acético –el mismo elemento presente en todos los vinagres–. En fermentos como el koji, entra en escena un hongo –el Aspergillus oryzae—, que inoculamos deliberadamente en cereales como el arroz para que prolifere y elaborar bebidas como el sake.

La fermentación ha sido utilizada desde hace milenios, no solo para transformar sabores o volver más digeribles ciertos alimentos, sino también como forma de preservación. La gran mayoría de los alimentos fermentados perduran en el tiempo muchísimo más que los alimentos frescos que les dan inicio –pensemos en el queso versus la leche fresca, por ejemplo–. Además, los alimentos fermentados suelen ser nutricionalmente ricos y muchas veces son probióticos: es decir, favorecen a nuestra microbiota intestinal.

Es en esta relación entre lo vivo en el fermento y la vida que se encuentra por doquier en nuestro cuerpo donde las cosas empiezan a complejizarse y entrelazarse aún más. Esos microorganismos que utilizamos para preservar y transformar nuestros alimentos, están presentes prácticamente en cualquier espacio a nuestro alrededor y también se encuentran en nuestro interior, en sintonía con nuestros ritmos vitales y participando activamente en procesos esenciales para que podamos funcionar y mantenernos vivos: dependemos de ellos tanto como ellos dependen de nosotros.

Algunos fermentadores y autores, como Sandor Katz, proponen pensar  la fermentación como el resultado de un proceso de coevolución entre especies. Estamos rodeados de fenómenos coevolutivos. Nuestro propio cuerpo lo atestigua: nuestra piel, boca e intestinos, entre otros órganos, son el hábitat de formas de vida microscópicas específicamente adaptadas a ellos. Nuestro devenir evolutivo está entrelazado con el de todos estos pequeños seres, involucrándose y afectándose mutuamente. Como expone Sandor Katz: “si pudiésemos ver nuestra piel bajo un potente microscopio, veríamos que albergamos este increíblemente complejo universo de seres y lo mismo aplica para toda la comida que consumimos. El mundo biológico es la encarnación de la complejidad. Gracias a nuevas herramientas tecnológicas, tenemos una comprensión cada vez mayor de la complejidad de la vida a escalas más pequeñas y cuán importante es, cómo las formas de vida más grandes dependen de la actividad de un número tan vasto de pequeños organismos”2.

Lynn Margulis fue una microbióloga estadounidense que escribió, entre otras cosas, un famoso libro –Microcosmos (1987)– en el que postula una teoría evolutiva acerca del surgimiento de las células eucariotas –más complejas– a partir de la colaboración y simbiosis entre bacterias procariotas –de estructura más simple–. Es decir, propone que la colaboración entre formas de vida más simples dio lugar al salto evolutivo hacia formas de vida más complejas, esto es, la aparición de células eucariotas. La misma científica acuñó el término “holobionte” para designar unidades biológicas formadas por la unión de diferentes especies que trabajan asociadamente. Uno de los ejemplos más comunes de un holobionte es el liquen, en el que un hongo y algas o cianobacterias establecen una relación simbiogenética estable. Pero el término puede extrapolarse aún más, abarcando a la totalidad de las formas de vida que conforman los reinos animal y vegetal. El concepto de evolución hologenómica, postulado por los microbiólogos estadounidenses Eugene Rosenberg e Illana Zilber-Rosenberg propone considerar como holobiontes a todas las especies incluidas en los reinos animal y vegetal, y al conjunto genético de cada ensamblaje de especies que conformen un holobionte como un único “hologenoma”3, susceptible de mutar o perdurar en conjunto.

En palabras de Donna Haraway, filósofa, autora y profesora universitaria estadounidense: “amo el hecho de que los genomas humanos pueden hallarse en solo un diez por ciento de todas las células que ocupan el espacio mundano que llamo mi cuerpo; el otro noventa por ciento de las células está lleno de genomas de bacterias, hongos, protistas y organismos similares que actúan en una sinfonía necesaria para que yo esté viva, algunos de los cuales se alimentan de nosotros sin causarnos ningún daño. Mis diminutos acompañantes me superan en gran número; en otras palabras, me convierto en un ser humano adulto en compañía de estos diminutos comensales. Ser uno es siempre devenir con muchos”4.

Ampliando aún más la escala sobre la que sostener la idea de la interrelación de la vida, Lynn Margulis también defendió –junto al químico atmosférico y ambientalista inglés James E. Lovelock– la hipótesis de Gaia, donde la tierra se concibe como un sistema autorregulado formado por todos sus componentes vivos, el mar, la tierra y la atmósfera. Según esta hipótesis, la vida se desarrolló en un planeta en el que se dieron las condiciones iniciales para su aparición, y las formas de vida en su propio devenir y expansión alteraron y modificaron el ambiente generando las condiciones más óptimas y estables –homeostáticas– para su proliferación. Es la vida en la tierra, y su biodiversidad, la que asegura la estabilidad del conjunto de variables que la posibilitan.

Otro punto en el que la fermentación puede iluminar conceptos valiosos para habitar este mundo y sus problemas actuales es el de “indeterminación”. Los fermentos no salen siempre igual. O, mejor dicho, siempre salen distintos, inclusive manteniendo todos los parámetros posibles lo más fijos posible. Estamos tratando con algo vivo, con un tipo de “cocina” donde la acción principal no es la de los humanos, sino la de los microorganismos, y en consecuencia el resultado nunca es del todo estandarizable. En la singularidad de cada fermento, uno encuentra la poesía del encuentro específico entre especies, reinos, comunidades microbianas, contexto y variables ambientales. Cada fermento, podríamos decir, pertenece a un bloque tiempo-espacio específico, que lo determina tanto como el resto de los ingredientes que lo constituyen. 

En este mundo dañado, saber habitar lo incierto y lo vulnerable puede ser una categoría con más posibilidades de éxito que las propuestas por el discurso de la expansión y acumulación infinitas y la promesa de la escalabilidad del sistema capitalista. El registro de lo específico, de lo situado, como forma de cuidado que se sensibiliza con los límites y relaciones específicas de cada contexto particular, puede ser un punto de partida para pensar modelos de producción –de alimentos y de conocimientos– más diversos, transversales y ecológicos que los que dominan el paradigma actual.

Si bien nuestras nociones históricas y socialmente construidas acerca de qué es un individuo, o nuestra autopercepción como entes singulares, son perfectamente válidas y de hecho, tienen una justificación evolutiva, sugerir que, desde otra perspectiva, somos también un colectivo de seres coexistiendo, en un entramado de relaciones enmarañadas que vienen desarrollándose desde hace miles, millones de años, puede ser un punto de partida desde el que plantear la posibilidad de que exista un relato alternativo sobre nuestro lugar en el mundo, que tal vez nos permita encontrar maneras menos destructivas de habitarlo. La visión del hombre como pináculo de la evolución, del ser humano como algo separado de la naturaleza por alguna característica esencial, y de esta como un espacio a ser conquistado, saqueado o modificado a su gusto, es terriblemente solitaria.

Fermentando tejemos redes con otras especies, colaborando y entrelazando nuestros caminos evolutivos. En este mundo al borde del colapso climático es necesario que construyamos relatos que nos sitúen en un mundo de partes interconectadas, de colaboraciones y entrelazamientos interminables, para poder empezar a imaginar las acciones y caminos que necesitamos transitar si queremos seguir habitando un planeta biodiverso, estable y tan maravilloso como el que conocemos hasta ahora.

Bibliografía
  1. El término “coevolución” hace referencia al proceso por el cual dos (o más) organismos ejercen una influencia mutua en sus procesos de selección y evolución, simultáneamente a lo largo del tiempo, dando como resultado adaptaciones específicas y recíprocas.
  2. Katz, Sandor. El arte de la fermentación (2012).
  3. Rosenberg y Zilber-Rosenberg definen “hologenoma” como la suma de la información genética del hospedante y su microbiota (link).
  4. Haraway, Donna. Seguir con el problema (2016).
  • Otras obras consultadas: Zilber, David y Redzepi, Rene. Guía de fermentación de Noma (2018) y Margulis, Lynn. Microcosmos (1987)